Entre los nuevos españoles los españoles originarios ya son minoría

España concedió la nacionalidad el año pasado a 240.000 extranjeros. Se trata de una cifra impresionante por la enorme cantidad de personas de la que estamos hablando, pero es que además es el doble de personas a las que se concedió la nacionalidad el año anterior. Se está produciendo una nacionalización de extranjeros en una cantidad y a una velocidad dignas de llamar la atención.

Para entender estas cifras hay que tener en cuenta que en España se producen poco más de 300.000 nacimientos al año, y que esta cifra es una cifra en constante descenso frente al constante aumento de las nacionalizaciones.

Cualquiera puede apreciar que algo está pasando si cada año nacionalizamos a 240.000 extranjeros mientras sólo nacen 300.000 niños en España. Hablar de una sustitución poblacional no es una teoría conspirativa sino una realidad incuestionable a la vista de las cifras. Es más, es que de esos 300.000 niños que nacen en España alrededor de un tercio son hijos de padres extranjeros.

En definitiva, estamos hablando de que cada año se nacionalizan 240.000 extranjeros y nacen 300.000 niños de los que 100.000 son hijos de padres extranjeros. O dicho de otro modo, cada año sumamos a la población 200.000 autóctonos y 340.000 personas de origen extranjero. No hablamos de escenarios futuros ni de hipótesis más o menos temerarias sino del presente. El futuro puede ser que el 90% de los nuevos españoles tenga origen extranjero. El presente es que el 63% de los nuevos españoles tiene origen extranjero.

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Si lo anterior es bueno o malo se puede debatir, pero lo que no se puede debatir es que lo anterior va a cambiar la morfología de este país. También el del resto de países europeos, obviamente. España ya es pero lo va a ser mucho más un país con una pluralidad cultural, racial, religiosa o lingüística inusitadas hasta ahora. No sólo eso. Va a ser un país en el que la población autóctona y culturalmente uniforme de hace unos años se va convertir en una minoría.

Al margen de las consecuencias poblacionales, culturales y sociales, este fenómeno puede tener también consecuencias electorales. ¿Tiene el voto inmigrante el mismo perfil que el voto no inmigrante? ¿Se puede convertir la inmigración,  o parte de ella, en una bolsa de voto cautivo? ¿Se puede jugar entonces para obtener un resultado con el voto inmigrante? ¿Qué consecuencias podría tener por ejemplo la aparición de un partido islamista cuyos votos fueran necesarios para formar gobierno? Hace unos años plantearse estas preguntas era alarmista, rechazable y políticamente incorrecto. Ahora, quizá por no habernos hecho esas preguntas, nos encontramos ante una realidad irreversible y el resultado de una política de hechos consumados. Después de todo puede que toda esta revolución demográfica que está teniendo lugar a marchas aceleradas arroje un resultado positivo para España y su futuro, pero lo que parece claro es que esta revolución ya tiene vida propia y si no hemos pasado el punto de no retorno para poderla pilotar de algún modo debemos estar a punto de hacerlo. Seguramente estamos en los últimos años en los que todavía podamos decidir si queremos ser protagonistas o meros espectadores de este profundo cambio social y poblacional que ya no es una hipótesis futurista sino un hecho presente y real.

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