No resulta extraño que la izquierda gane porque jugamos constantemente dentro del marco de discusión delimitado por la izquierda. A tal punto impone la izquierda el marco ideológico que ya casi todo el mundo ha interiorizado la bondad intrínseca de los impuestos. No sólo de la bondad de la existencia de los impuestos, sino de que los impuestos deben ser tan elevados como resulte posible, y que a quien mantenga unos impuestos más bajos que los demás se le debe obligar a elevarlos. ¿Hasta dónde? Esta es una buena pregunta que ni se hace ni nadie la intenta tampoco responder.
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La rampa deslizante de que los impuestos no sólo son necesarios, sino maravillosos para poder pagar los colegios, los hospitales, las pensiones y las medicinas de los niños, nos lleva en primer lugar a no cuestionar ni como hipótesis que sin estado a lo mejor seguiría habiendo colegios, hospitales y medicinas para los niños, pero como esto es intentar llegar al kilómetro 70 de la carretera sin haber pasado por el kilómetro 3 lo dejaremos para otro momento.
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El segundo lugar indeseado al que nos lleva la rampa deslizante de lo maravillosos y necesarios que son los impuestos es que la lógica de esa rampa acaba en unos impuestos del 100%. La lógica del discurso es que cuantos más impuestos mejores colegios, mejores hospitales, mayor bienestar. O sea, que cualquier cosa inferior al 100% de impuestos implicar tener peores hospitales, peores colegios y peor bienestar. El que reclame unos impuestos del 60% siempre será un poco menos progresista que el que reclame unos impuestos del 70% o del 90% en un mundo convertido en una carrera por ver quién es el más progresista. Por supuesto adonde nos conducen unos impuestos del 100% no es a los mejores colegios o al mayor bienestar, sino a la total dependencia del gobierno, es decir a la sumisión, o sea la esclavitud. Se nos induce a pensar que cuanto mas impuestos más estado del bienestar, como si el estado del bienestar dependiera de los impuestos y no de la prosperidad que es capaz de generar una sociedad.
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El tercer lugar funesto al que nos dirige la devoción a los impuestos es a normalizar la mala gestión pública y la absoluta incapacidad de los gobernantes. Que haya hospitales y colegios públicos no sólo es cuestión de impuestos o de la riqueza que genere una sociedad, también depende esencialmente de la eficacia del gobierno. No puede ser que el gobierno tenga que recaudar 50 y endeudarse en 10 porque gasta 60 en algo que bien gestionado podría costar 40. Cuando los políticos nos suben los impuestos nos están diciendo que su gestión es inmejorable. O sea, que no pueden hacer más con el dinero que ya nos quitan. ¿Alguien se cree que la gestión del dinero público de nuestros políticos realmente es inmejorable? ¿Cuánto durarían nuestros políticos gestionando una empresa con su dinero, sin poder compensar los agujeros causados por su inutilidad con el dinero que nos quitan al resto?
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Cualquiera que se ponga a pensar un poco en ello tendría que darse cuenta de que los impuestos, a partir de cierto nivel, para lo que sirven es para desincentivar el esfuerzo, el riesgo y el éxito. A partir de cierto nivel lo que hacen también los impuestos es dejar a la gente con poco dinero después de pagar al gobierno, por tanto reducir su capacidad de consumo, ahorro e inversión. Lo que hace por tanto establecer unos impuestos demasiado elevados es también estrangular y asfixiar el crecimiento.
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Si los impuestos asfixian a los ciudadanos, vacían sus bolsillos, desincentivan el esfuerzo y la toma de riesgos, y además espantan o disuaden a los inversores, la economía va apagándose y languideciendo. Incluso un devoto acrítico de todo lo público y gubernamental debería darse cuenta de que el mayor riesgo para el estado del bienestar no es que los impuestos sean demasiado bajos, cosa que a ver quién se cree en este momento, sino que no haya crecimiento y creación de riqueza. Los impuestos son una amenaza terrible para el estado del bienestar.
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