El desconocido arancel contra la libertad universitaria

El primer lunes de abril de 2025 ha comenzado con una abrumadora serie de indicadores rojos y negativos en los paneles bursátiles de distintos continentes: Nueva York, Madrid, Berlín, Milán, Londres y París, inter alia. También se ha reflejado el pánico inversor en los criptoactivos basados en blockchain (a la vista de los precios de divisas como el Bitcoin y el Ethereum).

Los llamados «aranceles de Trump» han desatado una agitación muy variopinta, tanto en el plano del análisis económico como en el de las perspectivas económicas. Histeria antitrumpista contradictoria, temor a una recesión, inquietud sobre el endeudamiento, impacto en el mercado inmobiliario, dilemas sobre la producción tecnológica, y así, un largo etcétera.

Del mismo modo, merecen una valoración, que no será muy extensa, puesto que no se puede desvirtuar ni desviar la atención con respecto al quid del artículo. Cree uno que el objetivo ha de ser una liberalización unilateral, donde no haya aranceles ni trabas para con ningún país del mundo, sin necesidad de tratados burocráticos.

Pero del mismo modo que no se descarta la intencionalidad estratégica de presión contra una plétora de Estados que no han sido amigos del comercio nunca (por cuanto y en tanto hablamos de un hombre de negocios y no de un funcionario), tampoco se puede negar que las trabas a otros intercambios, relacionados con el conocimiento, van en aumento.

Esas obras de emprendimiento y de servicio a la sociedad que se pueden conocer como universidades privadas, por cuanto y en tanto son instituciones de educación superior e investigación no financiadas ni controladas directamente por los Estados, siguen siendo amenazadas por el régimen dictatorial posmoderno de Pedro Sánchez.

Si bien la semana pasada se dijo que había que extinguir cierto concepto de «chiringuito», este fin de semana se ha puesto en tela de juicio la profesionalidad y la aptitud científica de aquellos que confían su formación médica a facultades que no están férreamente controladas por la clase política. Así se manifestó, con euforia y descaro, la vicepresidenta primera María Jesús Montero, quien ya protestó contra la presunción de inocencia.

Se insistió en la tesis de los «títulos comprados» a base de pagar miles y miles de euros por año, bajo el riesgo de tener, según esta miembro del régimen posmoderno, profesores precarios con una cualificación insuficiente. En estas, además, los alumnos no estarían esforzándose. Ahora bien, ¿en base a qué informe o estudio se pudo preparar semejante discurso?

Algunas de las mejores facultades de Medicina españolas destacan por tener una titularidad privada e, incluso, pese a lo que les pueda molestar, en algunos casos, una cosmovisión basada en el humanismo cristiano. Estas pueden tener titularidad sobre centros privados de notorio prestigio así como colaboraciones con hospitales de titularidad pública con prestigio en neonatología, psiquiatría, cardiología u oncología.

Esos mismos médicos que supuestamente «habrían comprado su título» tienen que someterse a exámenes como el MIR en España, e incluso pueden desarrollar su carrera hipocrática con éxito en países occidentales que no solo solventan su demanda, sino que ofrecen mejores condiciones salariales y, en algunos casos, más libertad fiscal, traducida en mayor margen para el ahorro, el consumo y la inversión.

De todos modos, lo que sostiene esa acusación es un enésimo mensaje apocalíptico, necesario para intentar justificar nuevas medidas de planificación centralizada y coercitiva. El miedo al caos o, precisamente, a la muerte terrenal, podría ser, según este hatajo de socialistas, un medio atinado para controlar la formación de quienes obran en conformidad con el juramento hipocrático.

Cualquier disciplina profesional podría verse empañada por estas difamaciones, aludiendo al «cambio climático», la obesidad, los problemas bucodentales, la formación de las infancias futuras, la ciberseguridad o la calidad de las infraestructuras civiles. La propaganda de los planificadores no tiene límites, pero tampoco escrúpulos, siendo honestos.

Ahora bien, que nadie se piense que la educación universitaria se encuentra en una situación de «libre albedrío». El acceso a ciertas categorías profesionales como las de profesor adjunto, profesor titular o catedrático requieren no solo de una acumulada experiencia o de una reconocible valía, sino de la superación de una densa cantidad de obstáculos burocráticos de entes como la ANECA (incluso para supervisar y dirigir una tesis doctoral).

Igualmente, emprender en una universidad privada no es algo que se pueda hacer, de la noche a la mañana, en cuanto se disponga de suficiente capital. Tiene que surgir una ley de previa aprobación parlamentaria para que cualquier entidad de este tipo eche su andadura, más allá de controlar las guías docentes en vez de dejarlas a merced del asesoramiento y la rectora espontaneidad del mercado y la sociedad.

Eso sí, esa burocracia podrá preocuparse más, en varios países europeos, con el paso del tiempo, en el cumplimiento de ciertos «dogmas ideológicos» relacionados con la ideología de género, el ecologismo, el laicismo y otra serie de cuestiones relacionadas con la «diversidad, la igualdad y la inclusión» (si bien es cierto que algunas universidades privadas españolas son buenos bastiones contra la corrupción revolucionaria).

Con ello, se podría decir que se restringe la libre propagación del conocimiento y de los frutos de la sana discusión por medio de las instituciones de educación superior. No hay demasiados voceros que en un halo de coherencia lo critiquen. Pero siendo justos, esa especie de censura persecutoria también cuenta con el aval de la eurocracia soviética de Bruselas.

Hablar de ciertos burócratas y sacar a colación a figuras como Von der Leyen no es ninguna broma. Que sirva como ejemplo la exclusión de las universidades húngaras del «Espacio ERASMUS», por tan solo no estar bajo un gobierno favorable a la invasión migratoria musulmana. Lo mismo se puede decir con los ataques, por parte del proxy eurócrata de Donald Tusk, al Colegio Intermarium de Varsovia.

Por lo tanto, a modo de conclusión, existe un constante agravante del proteccionismo académico e intelectual, dentro del acelerado camino de servidumbre al que se nos arrastra a los españoles y a buena parte de los europeos. Todo sea, según ellos, para asegurarse la no discusión de sus «verdades oficiales», sin reparar en medidas represoras cualesquiera y difamaciones con quienes allí santifican su humilde trabajo.

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