Entre los titulares destacables ayer en los medios nos encontramos con este, según el cual el gobierno foral propone más herramientas de control de la ciudadanía al Ejecutivo.
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El borrador de anteproyecto de Ley Foral de Participación, se nos informa, contempla el derecho a participar en las políticas públicas desde los 16 años, la petición de la organización de procesos deliberativos y la capacidad ciudadana para controlar al Ejecutivo mediante propuestas al Parlamento. Estas son algunas de las medidas recogidas en el borrador presentado por el departamento de Relaciones Ciudadanas e Institucionales que puede consultarse en el portal del Gobierno Abierto y está abierta a las aportaciones de la ciudadanía. Las aportaciones serán valoradas y, en su caso, incorporadas al borrador y el texto definitivo del anteproyecto se presentará a finales de mayo en una sesión pública de retorno.
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¿Propaganda o realidad?
No nos engañemos, los ciudadanos deberían ser quienes controlaran al gobierno y no el gobierno quien controla a los ciudadanos, a eso llamamos democracia, pero estamos muy lejos y cada vez más de que eso sea la realidad. Es decir, que si el gobierno nos quitara el 100% de lo que ganamos nos convertiría en completamente dependientes del gobierno. Bien, el gobierno no nos quita el 100% de lo que ganamos, pero nos quita el 50% (la liberación fiscal se produce en el mes de junio o julio). Es absurdo ver cómo el gobierno se lleva cada vez más recursos, controla más cosas, nos deja menos dinero, y pensar que cada vez nosotros controlamos más nuestra vida o controlamos más al gobierno. Un gobierno que sube impuestos, como el actual, se hace más fuerte, debilita a la sociedad civil y crea más dependencia. ¿Para qué se monta entonces el paripé de una Ley de Participación? Para que el controlado, además de estar controlado y cada vez más controlado, se crea que controla algo, sea feliz y no se le pase por la cabeza rebelarse. Eso es el control perfecto.
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En relación a esto podríamos citar también el truculento caso de Alfie, el niño británico de dos meses con una enfermedad rara, degenerativa e incurable al que el estado ha condenado a muerte en contra de la voluntad de sus padres. Lo menos que se puede decir del caso es que con el niño vivo los padres se sienten mejor que con un cadáver, lo que ya da sentido a que el niño siga vivo. Tras desconectarlo de las máquinas, contra el pronóstico de los médicos, el chaval (que sus padres aseguran que no sufría) ha seguido respirando por sí mismo, por lo que los médicos se han visto “obligados moralmente a volver a suministrarle agua y oxígeno”, aunque como no se muere ahora lo están matando de hambre. Como para pensar que tenemos perfectamente controlado al estado.
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