“Ante el informe que se ha hecho público en Pensilvania esta semana, hay dos palabras que pueden expresar los sentimientos frente a estos horribles crímenes: vergüenza y dolor”. Así empieza el comunicado hecho público por el Vaticano respecto a los abusos cometidos por sacerdotes que en las últimas fechas copan los titulares de los periódicos y llenan los telediarios, los cuales merecen sin duda una pequeña reflexión.
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Según el Annuarium Statisticum Ecclesiae, hay en el mundo casi medio millón de sacerdotes sólo en este momento; el número, lógicamente, se multiplica por acumulación si nos retrotraemos a los últimos 60 ó 70 años. La inmensa mayoría de estos sacerdotes son gente de Dios que hace un trabajo social y pastoral de primer nivel, a menudo en condiciones extremas, con alguna frecuencia jugándose la vida. En la actualidad hay escasez de sacerdotes por dos motivos: por falta de vocaciones (al menos en el Primer Mundo) y porque ser sacerdote no es ningún chollo ni tiene ningún sentido desde un punto de vista meramente material. Es decir, nos encontramos ante un grupo de gente excelente, que ha hecho un trabajo encomiable durante décadas, pero que engloba a cientos de miles o millones de personas. Que de todos esos cientos de miles la mayoría sean personas excelentes no es noticia. Que unos centenares sean unos malnacidos sí que lo es.
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A nadie indignan más que a los católicos los casos de pederastia
Que alguien se dedique a abusar sexualmente de unos niños es repugante. No sólo es repugnante sino que es criminal. Es repugnante en cualquier caso, pero es más repugnante aún si el autor es un sacerdote, al menos para los creyentes. Es decir, para el diario tal o el tertuliano cual, que un pederasta sea sacerdote, fontanero o profesor de instituto resulta irrelevante. Para el creyente, sin embargo, que el pederasta sea cura es un agravante terrible. Es absurdo que tal o cual medio se sienta más indignado que los creyentes porque no tienen una razón para estar particularmente indignados, pero el creyente sí que la tiene. A la gravedad de su delito, el cura pederasta añade el daño que hace a los valores, el mensaje, la comunidad y la institución que representa. Si los anticatólicos están indignados con los curas católicos pederastas, imaginen lo indignados que debemos estar los católicos.
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Por decencia y hasta por interés propio procede la autocrítica y la extremación de los controles
En el sentido anterior, es probable que haga falta un cambio de mentalidad. Que en el seno de la Iglesia aparezca un pederasta ya es una tragedia, igual que fuera de la Iglesia, pero es que cuando un caso ocurre en el seno de la Iglesia se les da un arma formidable contra la Iglesia a los enemigos de la Iglesia. El pederasta no es por tanto uno de los nuestros. No es una persona a proteger. A quien hay que proteger es a sus víctimas, que por cierto también son casi siempre miembros de la comunidad católica. El pederasta es un delincuente que, además de delincuente, es un traidor, un cáncer, un enemigo interior y responsable de un enorme daño reputacional. Por muy indignados que estén los anticatólicos con los curas pederastas, más indignados estamos los católicos.
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Naturalmente la Iglesia, al igual que toda organización con un componente humano, puede cometer errores al encontrarse con un caso interno de corrupción. La lógica de las grandes organizaciones suele ser la de intentar autoprotegerse blindándose frente al exterior, olvidando que el daño principal puede venir del interior. Es por ello que los partidos políticos, en vez de manifestarlos, suelen tratar de tapar sus casos de corrupción como primera reacción. ¿Qué partido político no funciona de este modo? La Iglesia no ha cometido ningún error que no hayamos visto en otras organizaciones como la ONU, o recientemente Save the Children. El primero de los grandes errores que puede cometer la Iglesia es no darse cuenta de que el mal puede estar fuera pero también puede estar dentro del búnker. Los humanos que están dentro del perímetro de la Iglesia son vulnerables, como todos los seres humanos. El segundo error puede ser el no darse cuenta de que, cuando falla alguien de dentro, el daño es mayor, razón de más para redoblar la vigilancia y la exigencia de responsabilidad y control de puertas hacia dentro. El nivel de exigencia de puertas afuera tiene que ser alto, pero de puertas adentro mayor aún.
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Normal que con esto se haga demagogia contra la Iglesia
Lo que no puede ser es pretender que, aparecido un caso o una serie de ellos, los enemigos de la Iglesia no los utilicen. Naturalmente no todos quienes denuncian la corrupción dentro de la Iglesia son enemigos de la Iglesia, pero no se puede pedir a los enemigos de la Iglesia que, cuando reciben un arma como ésta, no lo utilicen demagógicamente. ¿Y cómo se puede distinguir la hostilidad hacia la Iglesia de la genuina indignación ante una actuación criminal de unos miembros de la Iglesia? Pues cuando a alguien sólo le interesan los casos de pederastia si el pederasta es un cura, o cuando el 99,9% de los titulares se le dedican al 0,1% de los casos, que suele ser lo que le sucede a la Iglesia. El Islam es amor, no caigamos en la islamofobia, nos recuerdan tras cada atentado islamista. Pero ay, cuando entre todos los cientos de miles de curas católicos aparecen algunos pederastas.
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Se puede condenar la pederastia tanto como la Iglesia, pero no más
Por innecesario que pudiera parecer, una cosa es que haya curas pederastas y otra que a la Iglesia le parezca ni remotamente bien la pederastia. Fuera de la Iglesia Católica, no hay nadie al que le parezca peor la pederastia que a la Iglesia Católica. Como en cualquier grupo humano tan amplio, entre los curas puede haber pederastas, o puede haber respuestas inadecuadas o insuficientes ante la sospecha de un caso de pederastia, lo que no encontrará nadie en la doctrina católica es ninguna defensa ni legitimación de la pederastia, y eso sí que nos representa.