Dejemos a un lado los argumentos lógicos y racionales -que posiblemente los habrá- para dar rienda suelta a la imaginación y al puro sentimiento. He visto una foto de la visita a Pamplona de un conocido sindicalista, ex-presidente de uno de los dos grandes subvenciosindicatos españoles, metamorfoseado en conferenciante económico, y se me ha caído el alma a los pies. Supongo que ya no quedará ningún sindicalista con sangre en las venas ¿cómo podría, si viviera, aguantar la vergüenza de ver a su antiguo líder, encorbatado, trajeado, y seguramente bien alimentado en algún restaurante de lujo, pontificando entre empresarios sobre la reforma -que afirma necesaria- de las pensiones? Tengo un alto concepto de los sindicalistas finos. El mismo alto concepto que tienen los progres de los buenos sacerdotes. Tanto ellos como yo los queremos a unos y a otros santos e irreprochables, ejemplares, coherentes. Por eso ellos se escandalizan si descubren a un cura débil y pecador. Y yo lo mismo cada vez que veo a un líder sindical pasear su maletín pisamoquetas vestido con un lujoso traje gris brillante. No conozco al personaje, tal vez sea en el fondo un hombre sencillo. Tal vez haya caído en manos de malas compañías. Tal vez sólo sea un buen tipo emborrachado por el tufillo del poder que ha tenido tan cerca de la mano. Pero su imagen, esa imagen, es imperdonable. Me gustaría afiliarme a su sindicato sólo para poder darme de baja.