En una de esas abundantes tertulias radiofónicas y televisivas oí el otro día que el mundo no va bien. ¡Vaya descubrimiento! Lo interesante no es decirlo sino preguntarse por qué y me temo que la causa tiene mucho que ver con el hecho de que hoy se está recogiendo el fruto de ese desengaño colectivo que siempre eclosiona tras un largo periodo de relajamiento moral del que ya no se libran ni los afectos, ni la amistad, ni la familia. Hoy se convive con notable dificultad porque la convivencia es el fruto de mutuos esfuerzos encaminados a lograr un bien común y eso ha sido eclipsado por el egoísmo individual. Hoy el individuo se limita a fijar la vista en un horizonte que cree posible alcanzar con el mínimo esfuerzo y eso conduce de manera inexorable a un constante bostezo de inactividad de la mente que se llama aburrimiento.
No es extraño que el individuo acabe echándose en brazos de Baudelaire: “no saber nada, no aprender nada, no sentir nada, dormir y después volver a dormir”. Arrumbado el aspecto sagrado de la vida, el efecto inmediato es una fortísima crisis en la responsabilidad personal y, de rebote, en la moral al uso. Sospecho que debería tomarse muy en serio la recomendación que hizo Enrique Bergson (filósofo francés galardonado con el premio Nobel en 1927) y que dice así: “La materia para la vida. La vida para el espíritu. El espíritu para Dios”.