Pero corremos el peligro de acabar con la magia navideña. Pondré un pequeño ejemplo: en mi casa hay un belén de figuras de barro que se coloca ceremonialmente cada año. Como las figuras son delicadas, de niños no nos dejaban jugar con ellas; a lo sumo, nos permitían cogerlas con mucho cuidado. Uno deseaba ver aquellas figuras llenas de encanto en su paisaje entrañable de musgo y corcho, y el hecho de tener vetada su manipulación, daba al Misterio más misterio. Mis hermanos han roto ese encanto comprando a sus hijos figuras de plástico para poder manosearlas.
Algo similar ocurre en las cenas y comidas navideñas. De pequeño yo veía un langostino encima del plato como quien asiste a un zoo. Casi me daban ganas de darle de comer. En una ocasión se compró un bogavante y cómo lloramos todos cuando nos dijeron que ya no podíamos jugar con él y lo metieron en agua hirviendo. Mi sobrino el pequeño llora porque quiere un langostino muerto y no cualquiera, sino justo el que que está en el plato de su hermano. Nadie le puede convencer de que si el genoma humano del mono y el del hombre son muy similares, las gambas, que son más simples, saben todas igual. Los niños de hoy son más desobedientes y es difícil entrarles en razón.
Y llegamos al día de Reyes. Yo, a la edad de mis sobrinos, hacía una pila con los regalos y los agrupaba así durante varios días. Eran los regalos de los Magos de Oriente, experiencia sin igual en todo el año recibirlos y conservarlos como tales. La pasada Navidad tuve el orgullo de haber superado en perspicacia a sus Majestades, comprando a mi ahijado unos cochecitos de todo a cien con los que le hice feliz por los pasillos de casa durante unos días. Pero aparte esta excepción, es difícil sorprender a los niños de hoy. El día seis, por la mañana, todos los mayores asistimos a la apertura de regalos de mis sobrinos y todos gritamos con tanta emoción que parece que los regalos nos los han hecho a nosotros. Y a la tarde sus padres les riñen porque mis sobrinos ya quieren jugar al ordenador.
Estas reflexiones me las he tomado tan en serio que el año pasado se las envié a mi Rey preferido, lo cual me ha salido caro. Gaspar me ha escrito una carta pidiéndome, por favor, que como presente de Epifanía saque a mis sobrinos al parque una tarde y juegue con ellos al balón.