Niños en Navidad.

La infancia recibe incólume el espíritu navideño, que es la ilusión y el asombro en su estado puro. No hay espectáculo más fascinante que el de los festivales navideños de los colegios. Los niños vestidos de angelitos, cantando Campana sobre campana, uno llorando porque se le han caído las alas y el que representa a San José se marea porque la barba le da calor. Si la antropofagia no estuviera mal vista el público subiría al escenario y se los comería a todos.

Pero corremos el peligro de acabar con la magia navideña. Pondré un pequeño ejemplo: en mi casa hay un belén de figuras de barro que se coloca ceremonialmente cada año. Como las figuras son delicadas, de niños no nos dejaban jugar con ellas; a lo sumo, nos permitían cogerlas con mucho cuidado. Uno deseaba ver aquellas figuras llenas de encanto en su paisaje entrañable de musgo y corcho, y el hecho de tener vetada su manipulación, daba al Misterio más misterio. Mis hermanos han roto ese encanto comprando a sus hijos figuras de plástico para poder manosearlas.

Algo similar ocurre en las cenas y comidas navideñas. De pequeño yo veía un langostino encima del plato como quien asiste a un zoo. Casi me daban ganas de darle de comer. En una ocasión se compró un bogavante y cómo lloramos todos cuando nos dijeron que ya no podíamos jugar con él y lo metieron en agua hirviendo. Mi sobrino el pequeño llora porque quiere un langostino muerto y no cualquiera, sino justo el que que está en el plato de su hermano. Nadie le puede convencer de que si el genoma humano del mono y el del hombre son muy similares, las gambas, que son más simples, saben todas igual. Los niños de hoy son más desobedientes y es difícil entrarles en razón.

Y llegamos al día de Reyes. Yo, a la edad de mis sobrinos, hacía una pila con los regalos y los agrupaba así durante varios días. Eran los regalos de los Magos de Oriente, experiencia sin igual en todo el año recibirlos y conservarlos como tales. La pasada Navidad tuve el orgullo de haber superado en perspicacia a sus Majestades, comprando a mi ahijado unos cochecitos de todo a cien con los que le hice feliz por los pasillos de casa durante unos días. Pero aparte esta excepción, es difícil sorprender a los niños de hoy. El día seis, por la mañana, todos los mayores asistimos a la apertura de regalos de mis sobrinos y todos gritamos con tanta emoción que parece que los regalos nos los han hecho a nosotros. Y a la tarde sus padres les riñen porque mis sobrinos ya quieren jugar al ordenador.

Estas reflexiones me las he tomado tan en serio que el año pasado se las envié a mi Rey preferido, lo cual me ha salido caro. Gaspar me ha escrito una carta pidiéndome, por favor, que como presente de Epifanía saque a mis sobrinos al parque una tarde y juegue con ellos al balón.

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