No he podido escuchar jamás un sólo argumento que me pueda demostrar que esas primeras células instaladas en el útero no sean de una vida humana, distinta para siempre a cualquier otra. Se disfraza el debate de la complejidad de las situaciones en que un embarazo pueda producirse, pero en la práctica se discute la autonomía de una mujer para interrumpir el embarazo hasta un absurdo límite de tiempo, porque un día después de ese límite lo abortado deja de ser lo que era; es decir, el tamaño crea malestar en la conciencias. Es curioso que la ideología de izquierda, normalmente materialista frente al sentido trascendente de la vida, no conceda crédito de humanidad a esas células o fetos diminutos. Bajo su concepción, la vida humana empieza a tener carnet de identidad cuando supone algo para los demás, pero desaparecen sus derechos para aquellos ojos que no ven, alimentados por un corazón que no siente.
En Navarra tenemos la suerte de que no se realizan abortos. Esto es un bien social que, en la biografía de una comunidad que a menudo se aletarga en su tradicional navarrismo, deberíamos valorar y defender en su esencia: la sociedad tiene que ayudar a que un embarazo no acabe en una tragedia. En el debate, la Iglesia recuerda con mucha razón, que además de atentar contra el derecho a la vida, un aborto es un mal moral para una sociedad. El lenguaje puede sonar a trasnochado a muchos, pero me es difícil aceptar que a una mujer y a su entorno más intimo no le va a quedar una herida profunda tras un aborto, aunque acuda a él, como hace poco leía en una columna de la actriz Cayetana Guillén Cuervo, con toda la poesía de la mujer heroína que necesita una mano amiga para dar ese paso. Poesía progre y barata de quienes dan por supuesto que la voluntad individual está por encima del derecho a la vida.