La emoción nacionalista

Desde niño me he preguntado por qué los nacionalistas de aquí, para afirmar su etnicidad han de vestirse de casheros, y procesionar acompañados de ovejas y bueyes, unos con blusón y otros con chaqueta de punto azul con pompones, en la que no faltará perfilado en rojo el consabido Mikel Gurea entre lauburus. Con abarcas y polainas gustan de bailar al son del chistu y el tamboril, preferentemente en plenilunio o en derredor de una hoguera las noches oscuras, y comerán talo, “gazta” y biricas poniendo los ojos en blanco, cuando tan rico pan de trigo se amasa por nuestros ogidunes y mejores embutidos, pues en Navarra la birica se hacía con los bofes del cuto y sólo servía como condimento de los platos de cuchara. El chistor tampoco era de mejor calidad, aunque con el tiempo ha ido mejorando.

Y es que en la mente del nacionalista se da una evidente dislocación entre emoción y razón. Hoy en día, en que están tan avanzados los estudios y experiencias sobre la inteligencia emocional, puede explicarse qué sucede en esa mente a partir de los primeros impulsos ante los que reacciona el nacionalista cuando oye que le mentan a su tribu. Porque lo hace desde emociones y sentimientos que le nublan la razón. Éstos son producto de la imaginación y de cuanto han percibido anteriormente mediante los sentidos. Esta primera reacción, generalmente obsoleta, es gestionada y examinada por el intelecto, que la contrasta con la experiencia que se vive en el momento, dando lugar a una respuesta más o menos inteligente, según prime en ella la memoria emocional o la razón, que deriva a su vez de la realidad en que cada cual vive.

Sabemos también que las respuestas emocionales pueden ser mostrencas o bien aprendidas. Las primeras son atávicas, nutridas de sentimientos indiscriminados, como sería el caso de la coreografía “basca”, alimentada por la aludida imagen pastoril. Mostrenco es percibirse “la nación más antigua de Europa” por causa de un idioma inexcrutable, un infrecuente factor Rh en la sangre o no ser un “belarrimotxa”. Hay, sin embargo, respuestas inculcadas más sofisticadas y sesgadas. No solo no abandonan la memoria emocional, sino que son producto de estrategias y programas didácticos basados en la falsedad histórica y social, y en la falta de rigor que caracteriza a la ausencia de argumentos de la rabieta sabiniana. Esta estrategia es respaldada diariamente por medios de comunicación afines, que garantizan el proceso permanente de creación de una mentalidad tal, que en la respuesta humana a la que antes nos hemos referido parezca que pesa más el lado intelectual razonable y razonado, cuando en realidad es todo lo contrario, porque está manipulado y sigue siendo emocional.

Y ello por qué. Porque el nacionalismo no es una ideología. Se es o no se es nacionalista independientemente de la carga ideológica que haya alimentado el lado racional de cada cual. Lo comprobamos a diario: hay nacionalistas socialistas, marxistas, anarcoides, etarras, meapilas y ahora también podemitas. Los vergonzantes se camuflan bajo la moderna formulación de un supuesto derecho de autodeterminación de los pueblos.

No es raro que con tal de satisfacer su emoción los nacionalistas se equivoquen de bando. Un caso extremo se cuenta en las memorias de un antiguo requeté: al día siguiente de la toma de Bilbao (1937) se fue a Misa a la basílica de Begoña. En las filas de delante vió arrodillados unos hombretones aún vestidos de gudaris, con la boina negra pasada por la hombrera. Viéndolos comulgar con devoción no pudo dejar de pensar que a esos sus hermanos en Cristo, con quienes tanto compartía, dos días antes no hubiera dudado en pegarles un tiro de trinchera a trinchera, porque se habían colocado del lado enemigo con tal de conseguir del Frente Popular su Estatuto y la “independentzia”, aunque el marxismo atentara directamente contra el meollo de su ser. Esto no cabía en cabeza humana, no era razonable, sino que era una respuesta desde una emoción nada inteligente. Ya decía Konrad Adenauer que «Dios le pone límites a la inteligencia; a la estupidez, no».

Mantener a ultranza la personalidad de un pueblo y afirmar, con radicalidad argumentada, sus históricos derechos forales es cosa más que obligada por la razón. Inventar una patria y desde ella hacer tabla rasa de la verdad histórica para construir una “nación” es maltratar a ese mismo pueblo, negar su personalidad y foralidad, es un mayúsculo error, una inconsecuencia, un exceso, un frenesí con rasgos centralistas y totalitarios. El colmo es que no se enteren quienes viven bajo esos supuestos y, además, aplaudan.

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