Eso del “derecho a decidir” es un invento del nacionalismo con el que, aduciendo “razones de legitimidad democrática”, pretende hacer del pueblo ―sea vasco, catalán o gallego― un sujeto político y jurídico soberano. Que tal derecho no exista, que para el derecho internacional sea una expresión desconocida y que, en consecuencia, carezca de contenido jurídico no importa. De lo que se trata es invocarlo una y otra vez soslayando lo que realmente se quiere decir y no es otra cosa que “derecho a la autodeterminación”. También con eso de la autodeterminación se esconde lo perseguido, o sea, la secesión. El nacionalismo identifica territorio (mejor o peor definido) con población, autoidentificando a esta según la Santísima Trinidad Nacionalista: idioma común, cultura común e historia común. Al territorio difícilmente es admisible identificarlo con la población, pues en él ―como es el caso de España― viven gentes que, aun reconocidas como catalanas, vascas o gallegas, proceden de otros territorios físicamente caracterizados también como pueblo (el “pueblo español”) en el más estricto sentido del derecho internacional y con los que mantienen estrechos lazos. De aquí que para los nacionalistas sea insoportable haya población en sus territorios ―normalmente mayoritaria― que comparta un sentimiento de pertenencia simultánea a España y Cataluña, País Vasco o Galicia.
Hablar de autodeterminación ―derecho que sí existe― no tiene más razón de ser que el camuflaje, pues lo que se persigue realmente es la secesión. El derecho de autodeterminación, según la Resolución 1.514 de la Asamblea General de la ONU del año 1960, sólo alcanza a “los pueblos y países sujetos a dominación colonial” (sic), complementándose con la Resolución 2.625, del año 1970, que dictamina la posibilidad de “la libre asociación, la integración a un estado preexistente o cualquier otra forma libremente decidida por el pueblo”. Que se sepa, ni Cataluña, ni el País Vasco, ni Galicia, son territorios sometidos a dominación colonial, racista o extranjera. Esto, guste o no, lleva indefectiblemente a tener que aceptar como límite infranqueable la integridad territorial del estado al que se pertenece. Además, existe el “derecho a la autodeterminación” pero no el “derecho a la secesión”, ya que toda independencia se sustenta en la ruptura de la integridad del estado y eso no hay forma legal en todo el mundo que lo contemple. Cualquier declaración unilateral de independencia (sea por vía parlamentaria o popular) está llamada a darse de bruces contra el ordenamiento jurídico del estado y el derecho internacional.
Por eso resulta tan curioso observar que, para quienes siguen erre que erre hablando del inventado “derecho a decidir” o apelan al “derecho de autodeterminación”, crean que los seres humanos viven voluntariamente en un territorio por tener características similares entre ellos y que eso es una forma de adherirse a la patria catalana, vasca o gallega. No se dan cuenta de que tal idea de “identidad nacional” es un infumable dogma racista. Basta constatar que, cuando se habla de estas cosas con cualquier nacionalista, prefiere siempre ejemplos trinitarios a razones.
¿Importa algo tener una lengua propia y común? Un idioma nacional es siempre un producto político, por imposición, por haberlo hecho lengua oficial de la administración y de los negocios, o por haber acometido una refundición de hablas, lenguas o dialectos locales. Ahora bien, el dogma racista da vuelta a la tortilla. Afirma que la lengua es un lazo prepolítico que ha contribuido a desarrollar “lazos comunes” entre la gente y que el poder político no ha tenido más remedio que aceptarla. ¿Desde cuándo se desarrollan lazos comunes por hablar una misma lengua? Eso sólo se consigue poniéndose de acuerdo, profesando ideas semejantes o persiguiendo fines similares.
¿Y la cultura común? Que una manifestación artística guste a mucha gente no significa que todos gocen al unísono de lo que de nacional puede contener el fenómeno. Cada uno ve el mundo del color que tienen los cristales de las gafas con que mira. En el terreno de la cultura manda el conocimiento y la subjetividad, y no el patriotismo. Sin embargo, los nacionalistas declaran la cultura patrimonio nacional y hacen todo lo posible para que llegue al pueblo perfectamente nacionalizada. ¿Acaso no hemos asistido durante años ―y seguimos asistiendo― al hecho de incidir en la educación enseñando a los alumnos a utilizar unas anteojeras para aprender e interpretar como es debido la biografía, las obras, las ideas previamente maquilladas y adaptadas al propósito nacionalista?
Finalmente, y por lo que concierne a la historia común, el nacionalismo asume el pasado como conmovedor patrimonio de una “comunidad de destino en lo universal” (¿a qué suena esto?) que todos los ciudadanos deben hacer suya. Identificarse con las materias, lecturas, clases y conferencias que se proveen, por muy falsas que sean, se interpreta como libre expresión de la voluntad del pueblo. Gracias a ello la idea de una voluntad nacional colectiva se lleva a cabo como fiel reflejo de una hipotética identidad nacional.
Ya dijo el gran Bertolt Brecht que “El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo, cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora: es un absurdo total”. Ese absurdo se refleja fielmente en ese invento del llamado “derecho a decidir”.
Un comentario
El objetivo que realmente persigue el tramposamente llamado “derecho a decidir” es, ni más ni menos, privar de dicho derecho a una parte, normalmente mayoritaria, de la población afectada por sus pretensiones secesionistas pues, en definitiva, no es otra cosa que la secesión lo que persiguen.
La trampa que esconden quienes reivindican el “derecho a decidir” sobre un territorio es que únicamente se reconocen ese derecho a sí mismos pero lo niegan a los demás dueños de ese territorio. Los “dueños” de Cataluña (o del País Vasco, o de Galicia, etc.) somos todos los españoles, por lo tanto, todos los españoles, no solo los catalanes tendríamos, llegado el caso, capacidad y derecho de decisión sobre Cataluña. De la misma forma, sería totalmente injusto a la vez que imposible, plantear la expulsión de Cataluña del Estado español sin dejar participar en semejante y aberrante decisión a los catalanes.