El maquiavélico sistema electoral español.

El sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera
vista, y es bastante maquiavélico". Quien así habla no es ni un desinformado ni un
antisistema resentido, es Óscar Alzaga, uno de los padres del propio sistema. Los dos
adjetivos que utiliza describen a la perfección la criatura que él y otros miembros de
la UCD alumbraron durante la Transición y que todavía perdura.

Su originalidad es tal que los especialistas no acaban de catalogarlo. Aunque la
Constitución habla de "representación proporcional", lo cierto es que las
desproporciones en los resultados son de las mayores de la escena internacional. No sólo
no se garantiza una proporción más o menos ajustada entre votos y escaños, es que ni
siquiera se salvaguarda el mero orden en el que los votantes colocan a los partidos: una
formación con menos votos que otra puede conseguir más escaños. Por eso muchos
estudiosos del sistema no lo consideran proporcional sino mayoritario atenuado.

Pero un sistema mayoritario se caracteriza por sobrerrepresentar al partido ganador
facilitando así que forme gobierno. Y nuestro sistema no siempre beneficia al primer
partido: en 2004 las elecciones las ganó el PSOE, pero el más beneficiado fue el PP.
Mientras los votantes socialistas recibieron un 3.3% de escaños por encima de lo que
hubiera sido proporcional, los populares se vieron agraciados con un 3.7%. De hecho, con
el actual empate técnico puede suceder que el PP quede segundo en votos pero primero en
escaños, perdiendo y ganando a la vez las elecciones (¡!). Las más elementales leyes de
la semántica impiden denominar "mayoritario" a un sistema que posibilita semejante
resultado.

Entonces, ¿qué es? Bien, ya se ha dicho: es original. De hecho, lo es tanto que puede
afirmarse que su esencia consiste en su inexistencia. El "sistema electoral español" es
una construcción meramente verbal que carece de una realidad empírica a la que aplicarse
con sentido. Lo que hay son 52 sistemas electorales (50 por provincia más Ceuta y
Melilla). Los sistemas en los que se eligen muchos escaños son proporcionales. Los
sistemas en los que se eligen 3, 4 o 5 escaños no. La ciencia política suele estimar que
estos últimos tienen efectos "mayoritarios", algo que a mi juicio no merece el noble
principio de mayoría. Por eso, si me permiten la licencia, yo les voy a denominar
"distorsionantes". Porque lo que hacen esos sistemas es distorsionar, y por partida
doble y superpuesta.

Pensemos en Teruel, con 3 escaños. Un sistema así distorsiona en primer lugar el propio
voto de muchos ciudadanos. Un voto útil no es otra cosa que una emisión de preferencias
distorsionada: "Yo prefiero A, pero he de votar por B". Y distorsiona, en segundo lugar,
los resultados. Porque el reparto de escaños va a ser prácticamente siempre de 2 a 1
-aunque el partido vencedor lo sea sólo por un voto- y porque todos los votos a terceros
partidos se quedan sin representación.

Conviene entonces no claudicar ante la magia de las palabras: no hay "un sistema
electoral español", y es preferible hablar, como empiezan a hacer los especialistas, de
"los sistemas electorales para el Congreso". La imagen mental adecuada no es la de una
entidad más o menos unívoca, sino más bien la de una escala. Una escala en la que se
sitúan 52 posibilidades y cuyos límites son por un lado la distorsión y por otro la
proporcionalidad.

Soria, con 2 diputados, es un extremo de esa escala; Madrid, con 35, es el otro. Y cada
provincia se sitúa de acuerdo a su número de escaños. El 62% de los españoles votan en
circunscripciones de 10 escaños o menos, por lo que saben que si su primera preferencia
no supera aproximadamente el 10% de los votos, su voto será electoralmente inútil. En
ellas se impone a fuego el bipartidismo, ya que sólo el PP y el PSOE pueden en la
práctica verse representados (o, en su caso, los nacionalistas). En las cinco provincias
en las que habita el 38% de españoles restante serían a priori posibles nuevos partidos
e iniciativas, pues la proporcionalidad es elevada. Pero recordemos a Alzaga: no sólo
original, también maquiavélico.

Como en un taller de alquimia, la escala que acabamos de describir se encuentra
salpicada con unas cuantas gotas de sufragio desigual. Las provincias más pequeñas
eligen más escaños de los debidos, disfrutando así de un poder de voto mayor. En las
últimas generales el precio del escaño basculó desde las 20.000 papeletas de Soria hasta
las 100.000 de Madrid. Tenemos así dos escalas que corren paralelas pero en sentido
contrario. La primera nos divide en 52 grupos de acuerdo a nuestra mayor o menor
proporcionalidad (sistemas electorales diferentes). La segunda nos divide en otros
tantos grupos de acuerdo a nuestro mayor o menor poder de voto (sufragio desigual).

Maquiavelo habría tomado apuntes: los electores cuyos votos son fuertes se hallan en los
sistemas "distorsionantes" y por tanto presionados para votar útil o, lo que es lo
mismo, a los dos grandes; los votantes eximidos de esa losa psicológica son libres, pero
sus votos son débiles. En cifras: en Teruel bastan 25.000 votos para alcanzar un escaño,
pero es que eso es un 33% de los votantes turolenses y por tanto sólo el PP y el PSOE
pueden permitirse tales escaños de saldo. En Madrid un 3% de los votos suponen 3
escaños, pero es que eso equivale nada menos que a 300.000 votantes.

Aunque centrarse sólo en ellos es ya a mi juicio parte del problema, los efectos del
entramado son obvios. Por un lado se impone el bipartidismo y se fomenta la
polarización, siendo casi imposible que surja un partido de centro que pueda ejercer un
factor moderador. Por otro, la única alternativa para pactar la ofrecen los
nacionalistas.

¿Qué hacer? La decisión sobre el sistema electoral configura una situación en buena
medida excepcional desde el punto de vista de la filosofía política. Nadie defiende, por
ejemplo, que sean las empresas las que redacten las leyes anti-monopolio: esa labor ha
de corresponder a instituciones que, situadas por encima de ellas, vayan más allá de sus
intereses. Pero el sistema electoral lo deciden los partidos y, ¿qué hay por encima de
ellos? "La ley y el Estado de Derecho", se dirá, pero es que la ley y por tanto el
derecho son, empezando por la propia Constitución, creaciones suyas.

Si hay otro cuerpo en el Estado que comparte esa situación soberana de los partidos es
el militar. El ejército no tiene por encima nada que pueda controlarlo, lo que explica
el destacado papel que el honor y la obediencia han desempañado siempre en su código
moral: son nuestra única garantía. De ahí que, de la misma manera que la democracia sólo
germinó cuando las cúpulas militares interiorizaron de verdad su acatamiento al poder
civil, compartieran o no sus designios, la regeneración de la democracia sólo será
posible cuando las cúpulas partidistas asuman ciertos principios, convengan o no a sus
intereses.

Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro,
resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos
defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los
electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los
clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede
claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han
impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los
principios al centro del debate y recordar lo que significa "inalienable" es el primer
paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.

Jorge Urdánoz.
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