El teatro del Siglo de Oro sigue siendo una pieza rara por desconocimiento. Los guionistas de cine y los que colocan un monólogo-punto-com en los escenarios no beben, desde luego, de nuestro mejor siglo literario. Yo acudí al teatro con la misma ilusión con que salí de aquel don Gil, que nos hizo reír y sentir esa mezcolanza de ingenuidad e ironía inconfundible de la comedia más pura.
Lástima que los que entonces bordaron unos soberbios papeles (Miguel Cubero, Ione Irazábal, Toni Misó) tenían adjudicados sólo unos secundarios. La interpretación fue, pues, desigual y en la puesta en escena de la directora (Laila Ripoll) se notaba esa manía de utilizar la forma por la forma, con lo que durante demasiado tiempo la obra parecía no arrancar. A una compañía profesional con todos los medios se le debe exigir lo máximo.
Hablar de teatro clásico en nuestros días podrá parecer a alguno un tema baladí. Yo creo que cualquier actividad artística tiene un potencial muy beneficioso, tan beneficioso como ventilar el espíritu con el aire fresco de la sonrisa y la lucidez. Enciendes el televisor y si no ves al florentino de turno con el ejque habitual, ej lo que tiene, y soltando vulgaridades, ves a una presentadora luciendo el tipo y nada más. Así que, con estas referencias, asistir a una representación del teatro barroco español es, aun con sus peros, todo un acontecimiento.