El otro día se convocó una multitudinaria manifestación en Pamplona con el lema “Por las libertades y contra el fascismo” cuyo motivo, según he podido leer, fue la aparición de pintadas a raíz del traslado de restos de la cripta de los Caídos. Admito que, como historiador y como ciudadano de a pie, la alusión al fascismo me resultó bastante chocante, pues como tal, el fascismo histórico (así como el nacionalsocialismo o el falangismo) supone hoy en día una postura política residual y casi al margen de la ley. Supongo que algo tan obvio -la existencia de una auténtica amenaza de vuelta al totalitarismo- no pasó desapercibido a los organizadores, así que deduzco que lo que en realidad se pretendía era manifestarse contra una serie de actitudes políticas que para los participantes eran equiparables a dicha ideología.
Es ahí cuando mi perplejidad comenzó a dar paso a la inquietud. Porque lo que puede suceder es que se esté invocando la existencia de un supuesto enemigo de la democracia que habría que identificar y posteriormente erradicar, siempre bajo el auspicio del discurso político dominante. De paso se logra no poco poder simbólico y se construye un infierno al que enviar a los adversarios políticos.
Para confirmar mis temores, hoy, en la puerta de un bar de mi barrio he visto un cartel firmado por la CNT que pedía, acompañado de unas imágenes bastante poco amables “Fuera fascistas de nuestros barrios” Quizá tenga una excesiva sensibilidad por estos temas, pero la verdad es que inmediatamente me he preguntado quién decide qué es un fascista y cómo hay que tratarlo. De la violencia verbal a la física hay un recorrido muy corto, como bien sabemos en Navarra. El Gobierno podría incluir este nuevo discurso entre la lista de amenazas para la convivencia y la paz.
Decía Wittgenstein que las palabras son como las teclas en el piano de la imaginación: al pronunciarlas evocan inmediatamente una determinada resonancia. El término se ha convertido hoy en un concepto arrojadizo, al que se recurre cuando ya se han agotado los argumentos para seguir debatiendo. Dado que no existen ya fascistas, está claro que el concepto sólo puede ser definido por connotación: llamar a alguien fascista es una forma torticera y malintencionada de noquear al adversario, enviándolo al infierno de los antidemócratas.
Quien te llama fascista te traslada la carga de la culpa. Te alinea con tipos desagradables, con liberticidas, asesinos de masas, quedas inmediatamente deslegitimado para participar en el debate público hasta que se demuestre tu inocencia. Es una estrategia que ha funcionado con éxito en distintas situaciones históricas: ser acusado de enemigo del pueblo en la Rusia de Stalin o de comunista en la América de McCarthy tenía la misma intención y el mismo efecto.
El papel lo aguanta todo, puede uno proclamarse como el mejor de los hombres, pero son los actos los que finalmente cuentan. Recurrir a la violencia verbal para desprestigiar al adversario político es un síntoma de escasa cultura democrática. A quienes desvirtúan las palabras en su provecho, a los que frivolizan con los términos habría que devolverles la pregunta y pedirles que explicaran qué es para ellos un fascista. Quizá nos llevásemos más de una sorpresa.
Un comentario
Querido amigo, tiene Vd. toda la razón:
También los jacobinos de la gloriosa revolución francesa eran los únicos revolucionarios. O así se creían. Y así ocurre cuando el sentido común es arrinconado, y además todo se puede poner en entredicho. Que somos muy soberanos, qué caramba. La abuela -amorcia en Salazar- recordaba eso de «dime de qué presumes y te diré qué careces». Y otro decía eso de «Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre» O en nombre de la Nación-nacionalista o de la leche. Bueno, tiene Vd. toda la razón.