Reconozco que en otros muchos asuntos, y tal como está el patio, soy pesimista. Pero en materia de nacionalismo separatista veo una luz al final del túnel. Por un lado al nacionalismo separatista le está faltando desde hace tiempo una base real. La gente de los caseríos bucólicos ya no son esa base. Nunca existieron menos diferencias culturales entre las antaño tan diversas regiones de España. Nunca estuvimos más uniformizados que ahora y no hay más que ver cómo los nacionalistas de una y otra región se copian unos a otros. El mundo ha cambiado mucho. Ya no es posible manener por mucho más tiempo un movimiento político boyante sobre un pueblo que juega al mito de los vascos (y las vascas) disfrazado de poxpolina y arrantzale y que no conoce más cultura vasca que la del kaixo, agur, y poco más. El mestizaje, la globalización, la pérdida de tantas cosas auténticas, los nuevos métodos industriales y comerciales, el aburguesamiento general que ha terminado con el auzolan, la profesionalización del folclore… son elementos que, entremezclados, asfixian al nacionalismo sociológico y político. Pero lo que de verdad podría suponer el fin rápido del nacionalismo es que está siendo aplastado por el abrazo con el que hace algún tiempo decidió ligar su suerte a la del progresismo relativista. El progre no cree ni en la patria, ni en el nacimiento, ni en los padres, ni en nada. Se mantiene a base de vampirizar a los incautos y no tardará mucho más en prescindir del disfraz nacionalista que le dió cobijo en años complicados. Por último y no menos importante: ¿cómo va a crecer el nacionalismo si no crecen los nacimientos?