Que tanta columnata no sustenta nada excepto nuestro propio pedestal. A fuerza de opinar de todo, de criticarlo todo, de lanzar a diestro y siniestro alguna que otra caricia literaria contamos con una compañía de lectores que suben contentos o curiosos a nuestro autobús periodístico y que bajan del mismo airados o hasta heridos. O que no bajan, morbosos.
No somos Sansón derribando columnas, ni el santo Simeón encima de ellas. Somos palabras y palabras. No tenemos otra sangre que derramar. Y sin embargo nos creemos un Hércules al soñar que alguien, algún día, hará cosas grandes tras leer alguna pobre idea que pusimos en su camino. O al menos que alguien, de vez en cuando, exclamará al leernos: "¡Eso es lo que yo siempre he pensado!".
Mientras sigamos escribiendo, independientemente de cómo le vaya a nuestro ego, de que acertemos o erremos en las previsiones, de que consigamos despertar buenos sentimientos, nuestra ilusión cotidiana será poner en circulación esas cosas tan sutiles que son las ideas. Esa es nuestra virtud y ese nuestro pecado. Porque como es bien sabido -dejando a un lado los prejuicios relativistas- hay ideas que merecen palos.
Jerónimo Erro