Y lo digo de corazón, no solo porque estemos en Navidad. Aunque también. Los políticos, alcaldes y concejales, por ejemplo, hacen lo que pueden y deberíamos reconocérselo. Especialmente en todas esas pequeñas cosas del día a día, las obras públicas, el levantamiento de aceras, los permisos de obras, la ordenación del tráfico urbano, la fundación de nuevas rotondas, la regulación de los semáforos, etc. hacen lo que pueden. Ellos no empezaron este horror y bastante hacen, como el malabarista que sigue y sigue con los platos en el aire, cuando día tras día consiguen evitar que venga el caos de verdad. Los políticos de diario -no quiero incluir de momento en la categoría de «gente» a los grandes ideólogos- salen a la arena para lidiar un morlaco difícil y es de agradecer que, gracias también a la inestimable ayuda de muchos buenos funcionarios públicos, lleguemos al final del día con la esperanza intacta. Es muy fácil para el ciudadano criticar las decisiones que acerca de las pequeñas cosas materiales de la vida pública se toman constantemente en los ayuntamientos o las consejerías. Pero creo que erramos cuando dedicamos tanto esfuerzo a despellejar a la autoridad municipal o regional por un semáforo que no funciona o por un quitanieves que se retrasa. Más nos valdría estar vigilantes en materia de principios como el derecho a la vida, la defensa de la familia, la libertad de educación y de religión, el sentido profundo del bien común social, la cultura del respeto, el trabajo y la responsabilidad, la promoción verdadera de la solidaridad y la subsidiariedad, etc. Nuestros políticos son buena gente y hacen lo que pueden. Lo que pasa es que muchos de ellos tienen -y son
víctimas- de unos principios torcidos.