No nos cuentan la verdad. Cada vez que hay una gresca familiar, matrimonial o pasional con resultado de agresión violenta o de muerte sólamente se presenta como víctima, pase lo que pase, a la mujer. El hombre no existe, no cuenta. Está prohibido llorar por él, rezar por él, compadecerle. Pero sucede que a veces, bastantes veces, la parte masculina del problema o se suicida, o hace algo sabiendo que todo el peso de la ley caerá sobre él. O sea, otra forma de suicidio. Ocurre a veces, bastantes veces, que la parte masculina no es un simple chulo matón que ningunea a las mujeres sino un pobre hombre que no sabe cómo salir de un círculo endiablado. Ocurre a veces, bastantes veces, que se comete la grave injusticia de culpabilizar a una sola de las partes en conflicto como si fuera un caso de puro y duro terrorismo o de delincuencia común cuando todos sabemos que las historias de amor-odio, como atestigua la historia de la literatura universal, son más complejas que todo eso. Y digo yo que cuando un hombre llega a ese límite de desesperación y pérdida de todo ¿no podríamos convenir al menos en que es otra víctima? Víctima seguramente no de su pareja -aunque tal vez sí, pues los casos de hombres asesinados por mujeres no se pregonan- pero al menos sí víctima de un estado de cosas que no gestaron en la intimidad un pobre hombre y una pobre mujer porque se lo encontraron ya en este aire enrarecido, antimatrimonio y antifamilia que entre todos hemos creado.