Hubo un tiempo en que existían los charcos. Las ciudades, hechas a golpe de altibajos humanos, de remiendos críticos, eran imperfectas y lo sabían. En algún momento un lógico y loable afán de superación se salió de quicio. No sabría decir cuándo ocurrió aquello. Luego llegaron los fondos europeos, como los americanos del Marshall, para plastificarlo todo, para convertir cada manzana en una maqueta escala 1:1 de sí misma. Se diseñaron jardines y plazas monumentales, se dibujaron aceras y rotondas, se allanaron los montes, se cuadricularon los descampados, se contaron los árboles, se cortaron los silvestres. Los ciudadanos demandaban al consistorio cuando tropezaban con un adoquín sobresaliente. Todas las cosas urbanas fueron medidas, pesadas, dimensionadas y valoradas. Incluso el patrimonio espiritual, incluso la mismísima estética, hasta los sonidos de las campanas. Las ordenanzas minuciosas rebajaron su pompa regulando con ansias de maniático el aire, el agua, la luz, el tránsito, el ruido, los insectos, los pájaros, los perros… la vida microscópica y multiforme.
Ahora hay que recortar el gasto en jardinería y en tantas otras cosas. ¡Qué será de nosotros, pobres impecables urbanitas!