Quien diga que no son demasiados tiene algo de borrego. Con todos mis respetos. Ninguno de los tiranos de la historia soñó jamás con disponer de tal cantidad de ingresos fiscales como los que aportamos los paganos de las opulentas democracias occidentales. Es verdad que el ambiente algodonoso y protector del matrix postmoderno es poderoso y viene a sustituir con cierta eficacia el vacío de los bolsillos propios. Lo hace a costa del amodorramiento general, de una pérdida grave de libertades, de un ataque sistemático a la conciencia personal… pero lo hace mejor que el antiguo pan y circo de los romanos.
Todos entendemos que los mejores impuestos son los justos. Los que permiten al estado cumplir su función, mantener el orden y la ley, proteger a los débiles, procurar unas infraestructuras básicas. A partir de ahí, cualquier otro capricho entra en el campo de lo discutible. Y lo que está claro es que en las últimas décadas se han ejecutado demasiadas cosas discutibles. Se han hecho tantos dispendios con ese dinero que «no es de nadie» que cada vez son más los contribuyentes conscientes y quejosos. Trabajar media vida para mantener un entramado corrupto o vacío en el mejor de los casos no parece el camino más directo hacia la felicidad. Dicen que los ideólogos del Partido Popular comparten en gran medida estas tesis, veremos si son capaces de corregir el rumbo ruinoso del socialismo y de mantenerlas a la hora de la verdad.