Antonio Moreno Almárcegui

EN DEFENSA DE LAS FAMILIAS NUMEROSAS La maternidad-paternidad debe ser considerada una tarea rica en humanidad y socialmente relevante. Sin embargo, la estadísticas muestran una reducción brutal del número de hijos en los últimos decenios. Las familias numerosas se han reducido y hoy día dominan las familias sin hijos o con uno o dos. Pero este tipo de familias no asegura el relevo generacional. Sólo las familias numerosas contribuyen al equilibrio intergeneracional. Así pues, una política interesada en el bien común debería prestar una atención especial a estas familias ¿Por qué esta reducción de las familias numerosas? Las razones son muchas, vamos a apuntar tres. En primer lugar, el desarrollo de la sociedad del conocimiento implica que para que una persona se integre plenamente en la sociedad necesita un periodo cada vez más largo, intenso y complejo de formación, lo que hace necesario invertir cada vez más tiempo y recursos. A comienzos del siglo XX muchos hijos estaban trabajando a los 12 años. Hoy día la mayoría de los jóvenes entre 25 y 30 años dependen todavía en gran medida de sus padres. Se ha alargado muchísimo la duración de la dependencia y la intensidad del esfuerzo, lo que encarece notablemente el coste de cada hijo para las familias. En segundo lugar, el trabajo masivo de la mujer ha provocado en las familias un grave dilema: o trabajar para el mercado -lo que genera ingresos directos para la familia, mejorando su nivel de vida económico- o/y trabajar en la atención y cuidado directo de los hijos -tener más hijos no sólo produce alegría a sus padres, sino que beneficia al conjunto de la sociedad (es un futuro ciudadano que creará más o menos riqueza en función de su desarrollo)-. Las familias parece que han decidido tener muchos menos hijos y trabajar más en el mercado. Las consecuencias de esta menor atención de los padres parecen graves: la natalidad se ha hundido y el índice de fracaso escolar ha crecido de forma alarmante, a pesar de tener en nuestro país unos gastos en educación comparables a los de otros países desarrollados. En tercer lugar, el Estado de Bienestar reparte una buena parte de los llamados «derechos sociales» en función de lo que cada ciudadano ha contribuido con su trabajo a la riqueza nacional. Esto -que esencialmente parece justo-, sin embargo es tremendamente injusto con las familias: para el Estado el trabajo que genera derechos sociales es «el trabajo de mercado», ignorando la riqueza socialmente útil que las familias producen al tener, criar y educar a sus hijos. Para el Estado de Bienestar las familias tienen los mismos derechos independientemente del número de hijos y la riqueza que estos hijos generen. Esto produce la siguiente paradoja: las familias con menos hijos son las más beneficiadas por el Estado de Bienestar: tienen los mismos derechos que las otras familias, aunque contribuyen menos a la formación de capital humano, que es una riqueza que beneficia a todos. Reciben lo mismo, dan menos. En resumen, hoy día, la familia que tenga hijos y asuma responsablemente tal tarea dedicando el mayor tiempo posible a éstos, sabe que va a tener ingresos menores, una renta familiar per capita mucho menor y el Estado de Bienestar -a quien benefician con su trabajo familiar- no les va a reconocer tal tarea socialmente beneficiosa. Ante esta situación, ¿qué hacer? ¿qué política es la que mejor posible? Dos aspectos deberían respetar toda política familiar seria. En primer lugar, las políticas familiares no deben imponer un modelo de comportamiento a las familias. Es decir, deben respetar la libre iniciativa de los padres en la atención, cuidado y educación de sus hijos. Cualquier política que imponga un modelo de comportamiento, limitando la libertad de los padres, es paternalista en el peor sentido de la palabra: trata a los padres como menores de edad. Por ejemplo, ¿por qué financiar los comedores escolares si hay familias que prefieren que sus hijos coman en casa? ¿Por qué dar un «premio» a quienes llevan a sus hijos a comedores escolares con los impuestos de todos, olvidándose de las familias que atienden directamente a sus hijos ¿Es que estas familias no comen? Al hacer esto, el Estado impone a los padres un modelo de comportamiento, limitando su libertad y por tanto, su responsabilidad. En segundo lugar, el Estado de Bienestar debe valorar el trabajo familiar: este debe tener su salario social y debe generar los mismos derechos sociales que el trabajo de mercado ¿Por qué valorar sólo el capital físico y no valorar el capital humano? A nuestro juicio, la medida que mejor respeta estos dos principios -el respeto a la autonomía y libertad de los padres en la crianza y educación hijos y el reconocimiento de la sociedad de la riqueza que las familias crean- es la prestación por hijo a cargo durante los años de la dependencia familiar de éstos( o sea, al menos entre los 0 y los 22 años), «renta familiar» que debería ser tratada con los mismos derechos y obligaciones que el resto de salarios (pensiones, paro…). Por supuesto, ese derecho sería común a todas las familias que contribuyan con su trabajo al beneficio común: familias «tradicionales», familias monoparentales, hijos adoptados… Toda política que quiera llamarse realmente política familiar y que mire al bien común, debe consistir en apoyar a los padres (no en sustituirles en sus responsabilidades), dotándoles de recursos y dejando al mismo tiempo que asuman libremente lo que crean mejor para sus hijos. El valor más importante que el dinero tiene en la sociedad de servicios es que permite comprar tiempo: el tiempo que los otros te dedican al comprar un bien o un servicio que ellos han producido con su tiempo. De tal forma que el precio establece un tipo de reciprocidad: te doy lo que a mi me ha costado una parte de mi tiempo a cambio de tu tiempo. Esto no es así para el trabajo familiar: la riqueza que crea no genera una reciprocidad del resto de la sociedad con la familia. Hoy día, se suele afirmar que las familias carecen de tiempo y que los padres apenas disponen de tiempo para atender a sus familias. Ahora entendemos por qué: la ausencia de reciprocidad de la sociedad con la familia hace invisible socialmente su tarea, lo que genera un desaliento continuo en los padres. La prestación por hijo a cargo resolvería parcialmente esta situación de injusticia social.

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