Estamos a una semana de la celebración oficial de esa «efeméride» de la falsa y nueva «religión de Estado», artificial y material, que conocemos como Día del Orgullo LGTBI u Orgullo Gay. Del mismo modo, se está «popularizando», atendiendo al correspondiente anglicismo, la consideración de junio como Pride Month.
Ni que decir tiene, como todos sabemos, que en la medida de lo posible se volverán a realizar todos esos eventos que reivindican la destrucción de la antropología cristiana y del orden natural, amenazando a la sociedad en su conjunto (ya saben que la libertad positiva nada tiene que ver con la realista concepción austriaco-tomista de la libertad).
En no pocos territorios, los Estados modernos harán lo posible por promover institucionalmente estas celebraciones (de hecho, suelen hacer algo que, por ejemplo, omiten cuando hay ciertos festejos tradicionales o se conmemora a personas con alguna problemática como por ejemplo algún trastorno del espectro autista). Sabemos que incluso colgarán el simbolito o regarán con nuevas subvenciones.
Sabemos además que en muchos de estos avanza la aplicación política de la faceta revolucionaria basada en la llamada agenda de género o LGTBI. Pero, al mismo tiempo, no es incierto que hay empresas privadas de determinado volumen que participan en esta «institucionalización arcoíris», lo cual abre otros debates, más relacionados con la economía.
Por todo ello, a fin de hacer unas pertinentes pretensiones, me veo motivado a redactar el presente ensayo argumentativo.
Hay que distinguir entre interés social espontáneo y prebenda personal o política
Nadie puede negar que existe una clara connivencia entre las grandes corporaciones y los hipertrofiados y problemáticos Estados a cuyo estrangulamiento estamos sometidos. Pero que puedan responder a intereses políticos y beneficiarse de «puertas giratorias», contratos cuantiosos, subvenciones o regulaciones anti-PYMES no tiene nada que ver con el mercado.
Vale, que sí, que es cierto que alguien puede obtener ganancias por la edición y venta de camisetas o libros que hagan apología revolucionaria, ya sea en lo cultural, lo económico o lo social. También es cierto que la cultura de la cancelación y la censura «progre» es algo de lo que de una u otra forma participan las distintas corporaciones empresariales.
Pero es que hay que tener en cuenta, por un lado, que no toda decisión que adopte una empresa privada deba de estar exenta de críticas negativas o sea algo automática e indudablemente bueno con independencia de la intención y/o del resultado. Mientras, el mercado es un mecanismo natural y espontáneo que permite a la sociedad satisfacer sus necesidades.
Dicho esto, hay que decir que no todos los individuos estamos considerados para con un mismo patrón artificial e impuesto «desde arriba» así como que tampoco es cierto que en el día a día (el devenir cotidiano) de cada cual haya una gran preocupación por consignas de ingeniería sociológica, completamente subversivas.
Uno puede esperar, por ejemplo, relojes inteligentes con tarjeta SIM, vuelos de bajo coste entre Europa y América, vehículos con sistemas inteligentes de primeros auxilios, ropa deportiva más cómoda, alimentos precocinados, prendas impresionantes (ya sean en plan casual o elegante) o soluciones domóticas. Pero esas necesidades y deseos, primarios o no, forman parte de la espontaneidad.
Asimismo, en el sentido común, nadie va a aspirar a que, ante todo, por ejemplo, su supermercado de confianza o su proveedor de correo electrónico le cuelen la bandera arcoíris (recordemos que merece la misma consideración que la hoz y el martillo, y la esvástica). Otra cosa es que se disfrute activa o pasivamente de una estrategia ideológica altamente peligrosa.
La libertad de mercado es lo que verdaderamente molesta al totalitarismo de género
Si de verdad el libre mercado fuera conveniente y compatible con las premisas de estas hordas totalitarias, no tendrían problema en comprender la democracia económica misesiana, pero no es así. Pero es normal, dado que las «verdades oficiales» no se imponen por sí mismas, por la fuerza de la naturaleza.
Nosotros podemos ejercer nuestra libertad negativa para evaluar a los distintos agentes económicos (recompensándolos o premiándolos) en función de su manera de servir así como para crear nuevas estructuras empresariales (emprender) o desarrollar otros bienes que puedan mejorar los existentes o suponer algo novedoso. También existe la libertad contractual.
En cambio, ellos no creen en nada de ello. Pretenden presionar o actuar activamente en la imposición de estas consideraciones artificiales y contrarias al evidente ordenamiento. Necesitan que haya un pensamiento único gracias a tantos colaboradores como consideren o hayan resultado de su utilidad a fin de cuentas.
Recordemos que la Revolución pretende reemplazar a Dios por el Estado, siendo su fin último la existencia de una entidad artificial única a escala global, que someta a individuos totalmente atomizados, imponga su falsa religión o «verdad oficial» y ejerza una férrea planificación centralizada que el ordenamiento natural y espontáneo haría imposible.
Así pues, para finalizar, recordemos que no se puede culpar al libre mercado de la proliferación de una ideología que no necesita del orden espontáneo sino de la fuerza bruta y artificial. El marxismo cultural persigue los mismos fines planificadores explotando la vía cultural, detestando igualmente la propiedad privada y el principio de subsidiariedad.