No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
Una noche de verano, una vecina de Leiza, cuya familia había sido amiga del concejal asesinado, me dijo: “Aquí se vive muy bien.” Qué le vas a decir a una musa estival; agosto en fiestas nos obliga a callar. Y andando el tiempo, leemos en una portada de periódico que ETA tenía planeado atentar en Navarra, con la misma indiferencia con que nos enteramos de lo que hizo Osasuna el domingo.
Nuestras leyes ofrecen un perdón infinito sin Dios. Y nuestros jueces las interpretan con mayor caridad. Matar a alguien sale muy barato si lo comparamos con el daño infringido. Aquí el que la hace no la paga. La cárcel, en los delitos de sangre, no debería ser un medio de reinserción, sin más; piense el lector, si es proclive a los diálogos y al “algo habrá que hacer”, cómo reaccionaría si segaran la vida de un ser querido porque sí, porque me siento abertzale. Nuestras cárceles son lugar de titulación y de inseminación.
Me preocupa la objetividad pasmosa con que se nos informa de que la ETA quería matar a alguien. Los terroristas se han situado en el campo de nuestras interlocuciones como uno más. Son muy listos y nosotros muy cobardes y muy progres. Ahora que hay crisis y que hay que recortar gastos, yo pido que el Ministerio del Interior doble el sueldo de aquellos miembros de la Guardia Civil y de la Policía Nacional que se juegan el tipo para que podamos leer tranquilamente esa portada de periódico. Que multiplique los efectivos por dos. Que se pene con la cárcel sentarse a negociar con una banda terrorista. Y que en toda España se aprenda español y se pueda entender a Quevedo.
Javier Horno.