(Del b. lat. marasmus, y este del gr. μαρασμός).
1. m. Suspensión, paralización, inmovilidad, en lo moral o en lo físico.
2. m. Med. Extremado enflaquecimiento del cuerpo humano.
No es decir nada nuevo afirmar que la actual crisis económica es la más grave que ha conocido la actual generación. También la que más súbitamente se ha apoderado del estado de opinión de nuestra sociedad, que asiste perpleja al continuo rosario de datos e indicadores a cada cual más pesimista. Hace un par de veranos, cuando algunos comenzaron a escuchar noticias sobre los problemas hipotecarios en Estados Unidos, aquí seguíamos viviendo convencidos de que la fluidez de nuestra economía -aunque fuera lubrificada con crédito barato y abundante- era un modelo de éxito en el que siempre estaríamos instalados. Algunos economistas llegaban a afirmar que la teoría de los ciclos debía revisarse, y que era posible encadenar círculos virtuosos de crecimiento continuo casi eternos. En la política, Zapatero se arrogaba el mérito de tanta opulencia y tanto superávit público, y en Navarra la Hacienda Foral superaba mes a mes sus previsiones de ingresos y habilitaba crecientes partidas de gasto. Mientras, todos conocíamos a un amigo que acababa de comprar un piso, hipoteca mediante, y ya calculaba que en un par de años lo podría vender para acceder a un unifamiliar. Y de paso, con un trocito de esa hipoteca se había podido comprar un coche al que hubiera aspirado su padre sólo al final de una exitosa vida profesional.
La crisis actual es muy compleja. Desde luego, demasiado críptica para quienes sólo saben mirar en la escala de la inmediatez. Pero también imposible de abordar por quienes adquirieron sus rudimentos de economía en esas dos tardes que le recomendaban a Zapatero. Mucho menos sabrán ofrecer soluciones los componentes de esa tropa tan habitual en la política española que se empeñan en cambiar el nombre de las cosas esperando cambiar así la realidad misma. Hace un año, convocados los españoles a las urnas, la taumaturgia socialista nos intentaba convencer de que el crecimiento se mantendría, llegaríamos al pleno empleo y, además, había margen incluso para devolver a los ciudadanos 400 euros de propina electoral. Una vez más, la mendacidad al servicio del poder. Y de su mano, una sociedad encandilada por la fatuidad, presta a minusvalorar la gravedad de la situación, y revalidando pastueña la confianza en un gobernante al que la mentira, desde sus tiempos gloriosos de León, le sirve para vencer todo tipo de inconvenientes. Hoy ha llegado el desastre y está aquí para quedarse, como no podía ser de otra manera. Con él se conjuga un sentimiento de perplejidad y desazón. Un marasmo: la paralización física y moral de una sociedad que contempla estupefacta la escuálida realidad en la que, sin querer saberlo, vivía instalada.
Solucionar esto no va a ser fácil. Lo realmente fácil es empeorarlo. Y lo está empeorando la actitud de gobiernos como el de España y el de Navarra, empeñados en aparentar proactividad pero dando palos de ciego uno tras otro. La economía es más una ciencia retrospectivista, que sabe encontrar razones de las cosas que han pasado, pero a la que cuesta mucho más hacer prospectiva solvente. ¿Qué pasará dentro de un año? Nadie lo sabe, obviamente. Lo que sí es conocido de manera irrefutable por la evidencia del pasado es que hay unas determinadas acciones que están al alcance de los gobiernos y que les permiten fortalecer sensatamente la economía. Son fórmulas que siempre han dado buenos resultados a pesar de que no siempre sean fáciles de poner en práctica. Ninguna de ellas está ahora presente en la agenda de nuestros gobiernos, encerrados en actitudes paternalistas y ñoñas, e incapaces de mostrar siquiera un remedo de modelo de desarrollo futuro que nos permita, al menos, ir albergando alguna ilusión.
Ni el Gobierno de España ni el Gobierno de Navarra son conscientes de que deben ser ellos quienes comiencen por mostrar que toda la sociedad debe comportarse de manera más austera. En España hay más ministros que nunca, señal inequívoca de que Zapatero, cuando montó su actual gabinete hace apenas 10 meses, era tan irresponsable como algunos le achacamos. Y en Navarra, hoy es el día en el que hay 12 consejeros y dos vicepresidentes, más que nunca hubo, con sus correspondientes gastos inducidos a lo largo de toda esa ingente estructura departamental. Por más que la caída de los ingresos haya obligado a recortar “a salto de mata” algunos de ellos, el mensaje que se sigue mostrando es el de unas estructuras de poder excesivas y ajenas a lo que pasa en la calle. Ni Zapatero ni Sanz son capaces de aplicarse a sí mismos la inexorable condena que se hace presente en el mundo de la economía real, en familias y empresas. Ni adelgazan su estructura de poder y propagada, ni establecen planes solventes de austeridad, ni ofrecen a la sociedad el mensaje de “miércoles de ceniza” al que deberían estar obligados con solo echar un vistazo a lo que pasa fuera de sus despachos.
Hablar de una administración opulenta frente una sociedad desnutrida no es un recurso literario. Tanto en Navarra como en España se ha asumido la vía del déficit y la deuda para seguir pagando la inercia que supone gobernar con el principal propósito de mantener a toda costa el poder. Y en ambos casos hay una incapacidad de reconocer errores del pasado, especialmente el de haber trasladado a la sociedad el paradigma de que el gobierno está para resolver todos los problemas; “nadie quedará dejado a su suerte” que decían en Madrid, “estamos aquí para satisfacer las necesidades de los navarros” se escuchaba en despachos de la avenida Carlos III de Pamplona. Es imposible que quienes esto piensan se planteen seriamente que los que realmente salen de las crisis son los ciudadanos, las familias y las empresas, con su esfuerzo y ganas de prosperar.
Los gobernantes que se creen el centro de la sociedad son quienes no tienen otra salida que seguir contando ocurrencias, y, lo que es peor, pagarlas con cargo a las futuras generaciones. Recientemente la prensa económica analizaba las emisiones de deuda que está haciendo el gobierno de Zapatero para pagar cosas como el plan de inversión en ayuntamientos, y llegaba a la conclusión de que los niños que ahora nacen lo hacen con un pasivo a sus espaldas superior a los 2.000 euros, que será lo que se tenga que ir pagando “per cápita” en los próximos 30 años. A algunos les regocija el cheque bebé, “ejemplo de política social”. Nadie quiere hablar, empero, de ese otro “cheque deuda” que se está endosando a las futuras generaciones para pagar, por ejemplo, el local en el que hoy hace sus ensayos la banda de música Pamplonesa.
Ni en Navarra ni en España se está usando la capacidad fiscal para aplicarla a la reactivación económica. Tan sólo sirve para nutrir de ingresos el erario público, para intentar ajustar ingresos y gastos. Mientras, en Portugal o Francia (por citar sólo a vecinos) se reducen los impuestos a las empresas y se flexibilizan las retenciones intentando con ello que aumente la productividad y el crecimiento interno.
El verdadero problema de nuestro país, mucho más allá de la crisis financiera, es la crisis de productividad y competitividad. Los cuatro primeros años de Zapatero han sido como los de la fábula de la cigarra y la hormiga, vividos en el fragor de leyes como las del matrimonio homosexual, la memoria histórica o el estatuto catalán, entretenidos todos en juegos ideológicos bajo cuya resonancia languidecía lo que años atrás era un atisbo de economía abierta y pujante. Esa economía europea que en la cumbres de Barcelona y Lisboa, al inicio del siglo, se planteaba crecer basada en el conocimiento y la innovación, y que ahora se ve constreñida por la acción ególatra e inconsistente del gobierno.
Hablábamos de aquellas fórmulas que siempre han dado resultado para fortalecer económicamente una sociedad. Una de ellas –otra de la que nadie habla- es el fomento del ahorro y la inversión. Expresión denostada, por lo que se ve y se escucha. Zapatero y Miranda, en Madrid y Pamplona, van y le dicen a los ciudadanos que lo que deben hacer es seguir consumiendo. Todos a una, dispuestos a aconsejar como el maestro Ciruela, que no sabía leer y abría escuela. Justo quienes recurren al déficit para pagar el gasto corriente, diciendo a la gente que gasten aunque incurran en irresponsabilidad. Gobiernos insolentes, que se arrogan la función de aleccionar a personas y familias para que hagan algo que los ciudadanos siempre son capaces de decidir con mayor conocimiento de causa.
Una actitud parecida se ve en el plan de rescate de la banca. Hay un problema acuciante de liquidez bancaria, y la solución consiste en que el Gobierno endeude a los contribuyentes para prestar dinero a los bancos, para que estos a su vez lo introduzcan de nuevo en el sistema económico. El estado, haciendo de banquero de los banqueros, e induciendo costos mayores de financiación. Cuando una vía mucho más eficaz, sencilla y responsable sería que se fomentara directamente el ahorro, y fueran los ciudadanos los que aplicaran libremente esa liquidez generando capital. En Navarra acaba de elevarse la tributación por rendimientos del ahorro y en España se plantea que se puedan liquidar los fondos de pensiones de manera menos restringida. Desincentivar el ahorro es castrar nuestras posibilidades de afianzar un desarrollo económico que se tenga por tal.
Hemos escuchado en Navarra algunas propuestas que se venden como paliativas de la crisis. Casi no merece la pena referirse a la peregrina intención de atribuir este efecto a la puesta en marcha de un programa de subvenciones a la compra de electrodomésticos y televisores. Expuesta más con la intención de tener entretenida por unos días a la opinión pública, lo cierto es que su efecto en la economía local es nulo. De crearse algún puesto de trabajo será en China o Corea, donde se fabrican esos televisores y frigoríficos. Y la transferencia de rentas que suponen esas subvenciones en favor del sector del comercio local es mínimo, por lo ajustado de sus márgenes y porque, querámoslo o no, las mayores cuotas de mercado se las llevan operadores que ni siquiera tributan en Navarra. Tanta es la parálisis política frente a la crisis que este tipo de boutades se acaban vendiendo como ejemplos de proactividad. Cierto es que siempre habrá algún opinador en prensa que acabe por comprar la idea, siquiera sea para no desairar a quienes se supone deben mantener la cabeza fría y los pies calientes.
Mayor enjundia tiene la política de vivienda, esa en la que, efectivamente, UPN y PSN están “condenados a entenderse”, aunque sea por motivos poco diáfanos. La propuesta estelar de la nueva ley es transformar vivienda libre en VPO. Una idea que hubiera aplaudido Paco el Pocero, que precisamente quiso endosarle al contribuyente todo Seseña antes de que se la hubieran quedado los bancos. Además se plantea aumentar la edificabilidad de las promociones, tal vez intentando que los ayuntamientos rebañen lo que quede del sector para financiarse, tantos años adictos a los ingresos por licencias y recalificaciones. El sector de la construcción en Navarra está casi publificado, después de que legislatura tras legislatura se fuera aumentando el porcentaje de VPO exigido en cada desarrollo urbano. Ya se ha planteado que llegue al 70%, lo cual algunos dicen que es más “progresista” que el 50% que estaba establecido. Habría que deducir, entonces, que el 100% lo sería todavía más. Conclusión: erradiquemos la vivienda libre, igual que hicieron en la Unión Soviética, y todo solucionado. La vivienda es tomada por algunos como un referente de cómo se hacen las cosas en Navarra en materia de protección social. Son esos que no se percatan de que los problemas de acceso a la vivienda –ya hay una generación entera hipotecada de por vida- son fruto del intervencionismo y del modo en que los ayuntamientos han hecho de ella una fórmula alevosa de financiarse.
En las elecciones de 2007, UPN bajó de 23 a 22 parlamentarios. Se llegó a esos comicios después de cuatro años en los que el gobierno de Sanz disfrutaba de mayoría parlamentaria –CDN fue un socio extraordinariamente responsable, un sustento leal que no pedía pagos necios- y después de haber vivido las arcas públicas los años de mayor pujanza de los ingresos jamás conocidos. Por si fuera poco, la negociación de Zapatero con ETA en la que se comprometió a Navarra añadió un ingrediente identitario y emotivo que no venía nada mal al partido gobernante. En tales circunstancias, todas ellas tan favorables -estabilidad política, posibilidad de gastar y agitación emocional-, UPN decrece. Y eso tuvo una razón, indudablemente. Hubo quien no fue capaz de darse cuenta de que el Gobierno de los años 2003 a 2007 ha sido el más mediocre que los navarros han conocido, formado por algunas gentes para las que acceder al Phaeton oficial era ya un fin en sí mismo, no el inicio de una ambición por gobernar como los ciudadanos merecían. Del desastre electoral se dedujo el papel crucial del PSN en la mal llamada gobernabilidad de Navarra, para ellos consistente en hacer valer de manera implícita un chantaje permanente basado en la posibilidad de formar otra mayoría, dada su posición de bisagra parlamentaria.
Lo verdaderamente grave, también en términos de crisis económica, empezó ahí. En muchas ocasiones se ha dicho, y con toda razón, que la inviabilidad política de Navarra como comunidad diferenciada vendría como consecuencia de su inviabilidad económica. Algunos creen que precisamente el acuerdo político entre UPN y el PSN es la solución a ambas incertidumbres. Se está demostrando que es todo lo contrario. En Alemania, hace cuatro años la derecha y la izquierda deciden gobernar juntos para reconducir al país, estancando política y económicamente desde hacía una década. Acometieron reformas del sistema de bienestar, y hoy Alemania es el país más fuerte de la UE para encarar la actual crisis. En Navarra es justo lo contrario. La concertación de actuaciones de UPN y el PSN nos está llevando a prolongar los estertores de un modelo en el que justo lo que se echa más en falta es la capacidad de reformarlo sensatamente y desde dentro, vinculándolo no a las necesidades políticas de las partes, sino a lo que los nuevos tiempos reclaman imperiosamente. La UPN de Sanz sólo quiere poder terminar la legislatura. El PSN de Jiménez quiere arrebatarle el mando de la Comunidad Foral, y para ello necesita dos cosas: una, seguir complaciendo a cualesquiera sectores sociales que se arrimen al Parlamento (y todo aumenta el gasto y el clientelismo), y dos, evidenciar que son ellos los que dirigen y condicionan la acción política, con lo que diluyen las responsabilidades suyas y condicionan las del propio Gobierno. Ambos, la UPN de Sanz y el PSN de Jiménez están, en efecto, condenados a entenderse. Pero también están incapacitados para tomar las decisiones que hoy hay que tomar. Simplemente, porque no pueden contarle a la gente que el modelo providencialista y clientelar que ellos pastorean es justo el que nos está llevando al marasmo.
Santiago Cervera Soto. Diputado por Navarra. Partido Popular.