Quizá convenga recordar que la dichosa asignatura pretendía sustituir a la de religión y acabar, de esta manera, con la polémica de su alternativa. En origen, por tanto, fue el innovador político quien contrapuso la asignatura a la cuestión de la religión. Ahora bien, mientras que la religión es elegida voluntariamente por las familias, en coherencia con la orientación que pretenden dar a la educación de sus hijos; esta otra asignatura de religión ciudadana es una imposición obligatoria para todos.
Las familias debemos confiar, hasta cierto punto, en los centros escolares que, con un poco de suerte hayamos podido elegir; en los profesores, aunque nos hayan sido impuestos; en la administración educativa, aunque esté regida por principios ideológicos; en nuestro sistema educativo, en fin, aunque sea uno de los más deficientes y mediocres. Debemos confiar, digo, pero sólo hasta cierto punto. En el centro público más progresista de nuestra comunidad, unos padres aperturistas pueden ver a sus hijos ante el riesgo de un profesor retrógrado que inculque la tolerancia y el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción. De la misma manera, en el centro escolar con el ideario más católico posible, una familia conservadora hasta las enaguas se puede encontrar con predicaciones tolerantes hacia la cohabitación familiar entre personas del mismo sexo.
Ante la tarea de educar a los hijos las dificultades a las que nos enfrentamos los padres no son sólo circunstanciales. La, cada vez más complicada, convivencia con nuestros retoños, incluso antes de la temida adolescencia, no responde tan sólo a las diferencias generacionales. Las discordias que nos siembran a las familias proceden de diversas fuentes. A partir de ahora habrá una más, “Educación para la Ciudadanía”.
Quizá los padres debiéramos haber empezado a objetar mucho antes sobre las diversas cuestiones que han venido empobreciendo nuestro sistema educativo; y por ende, la educación de nuestros hijos. Puede ser que se hubiera contribuido a mitigar la dejación de responsabilidad que ahora nos acucia. Pero, que no lo hayamos hecho antes no quiere decir que no debamos asumir, de una vez por todas, nuestra implicación directa y vigilante. También en los centros escolares, por supuesto. La objeción de conciencia no se plantea contra el centro, ni contra su ideario; tampoco contra el profesor de turno o contra el libro de texto; ni siquiera contra el gobierno. La objeción de conciencia se plantea legítimamente contra una asignatura que no aporta absolutamente nada en la mejora de la calidad educativa. Sin embargo, deja la puerta abierta a la siembra de discordia y conflicto en las familias. Existen, por tanto, razones más que suficientes para que la objeción sea respetada y facilitada; aunque sólo fuese para ejemplarizar la tolerancia y el respeto ciudadano ante las cuestiones de conciencia.