La peste de género

Junto a la Parapsicología y a la Ufología, existe una supuesta rama del saber, que ni siquiera tiene nombre específico, a la que le han puesto el título oficial de “Estudios de género”. Al parecer no les suena bien eso de “generología” o “generonomía”. Nadie conoce la utilidad práctica de semejante engendro ideológico, pues todo parece consistir en tocar las pelotas a la mitad de la humanidad en cualquier parcela de la realidad, detectar y magnificar los agravios multidisciplinares sufridos por la otra mitad, lamentarse de forma selectiva de algunos “estereotipos” que, desde Atapuerca, han conformado nuestra visión del mundo, para concluir -estereotipadamente- que “queda mucho por hacer”.

Y ¿qué es eso que queda por hacer? Pues meter más dinero público en la Administración, redactar más informes de “perspectiva de género”, contratar a más expertas en dicha entelequia y obligar a todo quisque a pasar por el aro. Desde los que construyen puentes hasta los que reponen pollos en los supermercados: todos tienen que rendir pleitesía al “género” en el que creen las videntes de su “verdad” revelada. Aunque jamás hemos oído protestas porque los operarios que reparan carreteras en verano, a pleno sol, sean todos varones.

Para los creyentes en esta Fe, que vampiriza de forma parásita la vida en común en este Occidente del siglo XXI, el negocio es redondo, en la medida en que, dado lo etéreo e impreciso del contenido de tal ideología, cuanto más profundizas en la crítica de género, más y más te reafirmas en una “necesidad” absolutamente impostada. Si, como decía Popper, lo que caracteriza a la ciencia es su “falsabilidad”, lo que distingue a la “superstición” es su carácter impasible frente a los hechos empíricos.

Como toda ideología basada en una critica social, la perspectiva de género tiene algo de religión que puede dar sentido a una vida (previamente vacía, por falta de contenido trascendente o, al menos, verdaderamente humanista). La ideología tiene una dimensión orientadora, consoladora, liberadora para sus feligresas, aunque tenga el riesgo de señalar de forma excesivamente maniquea -y de nuevo “estereotipada”- que en esta vida existe una lucha entre el Bien absoluto (representado por las “buenas”) y el Mal absoluto (encarnado en los “malos”). Muchas veces se ha puesto de relieve el carácter mesiánico y neomarxista del fenómeno, con su secuela de discordia inducida y victimismo revanchista.

Desde el punto de vista del bien común, la ideología de género constituye una peste verdaderamente dañina en muchos sentidos. Para la economía y las empresas, supone la aparición de un obsceno intervencionismo político que se traduce en cuotas, restricciones, imposiciones y trabas que dificultan el libre desarrollo de la actividad empresarial. Para la Administración, supone recargar la tarea burocrática con informes innecesarios, más personal perfectamente prescindible y un maniqueísmo que forzosamente tiene que producir tiranteces en las relaciones personales. Los corrosivos efectos no son muy diferentes en toda organización social.

Para la vida privada de las personas, la ideología es especialmente perjudicial, por su carácter invasivo y “totalitario” en el sentido más literal, ya que impregna “toda” la existencia del individuo, desde su forma de hablar hasta sus relaciones íntimas en el seno de la familia. Hasta la forma de orinar en tu casa puede tener un sesgo “de género”.

Pero quería incidir en el carácter esencialmente devastador que el fenómeno está produciendo en el mundo de la Enseñanza y en el de la Cultura. La ideología de género se ha incrustado en todos los niveles educativos, desde el parvulario hasta las distintas especialidades universitarias. Una legión de profesionales del género, naturalmente con financiación pública, ha desembarcado en todas nuestras aulas. Alguno dirá que así se disminuye el paro, flaco consuelo en un país con tres millones de parados (y paradas).

El contenido de su actividad supuestamente pedagógica es criminalizar a los varones y victimizar a las féminas, sobre la base de ancestrales agravios. A su lado, el Ministerio de Igualdad es solo la punta del iceberg. Nuestros alumnos deberán estar más pendientes de evitar micromachismos que de aprender letras y números, con toda la dispersión de energías que ello conlleva. Como si ser niño o adolescente no tuviera ya, de forma natural, suficiente dispersión. Como si esto del género no tuviera nada que ver con el tormentoso mundo de las hormonas en una edad juvenil.

Muchas veces nos hemos quejado de que en la actualidad se le llama “cultura” a cualquier cosa. Cuando todo es “cultura” -el rap, la telebasura, el reguetón, el cine español contemporáneo…- resulta que nada es cultura. Si a los alumnos les convencen de que Sócrates, Santo Tomás o Cervantes eran unos machistas, podemos dar por seguro que no les van a interesar absolutamente nada. Si nos bombardean con la idea de que Einstein o Planck estaban más tiempo impidiendo a las científicas publicar sus investigaciones que trabajando en sus laboratorios, uno se rebela contra la historia y acabará condenando el pasado en bloque, como tiempos falócratas y patriarcales. A la cultura occidental le están dando un veneno verdaderamente letal. La historia nos muestra qué es lo que ocurre cuando las civilizaciones se autocancelan: otras ocupan su lugar.

Occidente lleva en su seno una serie de caballos de Troya que lo están parasitando hasta unos niveles absolutamente desoladores. Es muy triste y paradójico que, en una sociedad relativista y descreída, en la que la duda y la crítica tienen aún absoluta primacía, se haya impuesto por las bravas una “pseudo-religión” oficial. Una pseudo-religión obligatoria, consensuada por todos los partidos del PP a la extrema izquierda, bendecida por todos los medios de comunicación; una pseudo-religión impía e iletrada con sacerdotisas, dogmas, persecución de herejes y hasta autos de fe.

¿Despertaremos a tiempo?

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