Reconocerá el lector esa situación en la que uno disfruta más de lo que había imaginado y quiere contárselo a todo el mundo, aun a riesgo de no ser entendido. Correré ese riesgo, para referirme a la sesión de ópera que se ofreció el pasado jueves en el Auditorio Baluarte.
Una ópera es un género casi imposible. El origen del género, como tal, tiene bastante de ilusorio. Quiero decir: Beethoven partió de la sinfonía clásica; la sinfonía clásica tiene una forma anterior que sirvió de modelo, etc. Pero la ópera se fundamentó, primordialmente, en un experimento muy propio del renacimiento. Unos eruditos discutían sobre cómo se representaría el teatro clásico griego, que tenían sin duda idealizado, pues pensaron que todo él se cantaba. Y decidieron experimentar. De ahí nació la primera ópera de la historia, a las puertas del siglo XVII.
Y ese género, por ser en buena parte ilusorio, tiene muchas pegas. Hay que poner a trabajar a demasiadas gentes del arte juntas. Y buenas son. El libretista ha de gustar al compositor; a veces, el compositor no tiene otro remedio que conformarse con el libretista. El público entendido quiere que el cantante mantenga su color de voz, cuando da el si natural el tenor, y a la soprano le critica porque desaparece en los graves. Pero, además, un cantante puede ser un mediocre actor, y el entendido, a veces, piensa que si saliera él a escena se movería con mucha más decisión por el escenario que el barítono, que canta muy bien, pero que ha tomado sólo unos cursillos de teatro y, además, por mucho que tome, es un poco palo. Los cantantes tienen que defenderse siendo un poco divos: siempre escuchándose, pasando del baño de multitudes a la soledad de la habitación de hotel; expuestos a que digan de ti “qué horror, cómo canta”, aunque hayas dado todas la notas de memoria. Y se me olvidaba: el compositor debe mantener cierto interés musical durante unas dos horas.
El coro debe cantar sin perder el pulso, cosa harto fácil cuando hay que moverse por escena y, a su vez, ver al director, que está en el foso. Los directores de orquesta tienen que concertar todo eso (orquesta incluida, que está al margen, pues no ve nada en un espectáculo que es visual) y, en la práctica, aguantar al director de escena de turno que quiere repetir la escena en que sale un burro colgado de una polea y se oye la polea y al burro, que manchan un calderón de la mezzo. Porque los directores de escena a veces se creen que la ópera la han compuesto ellos.
A todo esto se añade que en otros países hay teatros de ópera en los que se representan las obras traducidas al idioma del público: esto ya lo presenciaba el mismo Verdi. Pero en España de eso nada. Así que al pueblo no le termina de convencer la ópera; entre otras cosas, porque no se entera de la historia.
La Sonambula, de Vicenzo Bellini, con todas esas dificultades que se fueron salvando, no siempre a mi gusto, me devolvió a la certeza de que el arte nos despierta lo mejor de nosotros mismos y de que vale la pena apostar por él. Me reconcilié con un argumento, el de la sonámbula, que creía simplón; lo es y qué más da: la música lo hace verosímil, porque todos los sentimientos que nacen allí son humanos. Expresados con una delicadeza, con una ternura, con una fuerza -a veces, incluso, con un sentido del humor-, impresionantes. Bellini era un genio, qué tío, qué melodías. Ya no digo en España, en Europa no sabemos lo que tenemos. Yo creo que nadie debería sacarse un título de bachiller sin escuchar tres o cuatro títulos de óperas, entre las que pondría esta de Bellini.
Y los críticos, que somos todos, podemos hablar de que la escenografía nos gustó más o que sila Puértolasaquí, o Sola, allá, y de que si se les fue el agudo a su pueblo, que no se les fue. o que si el maestro llevó un tempo lento, que lo llevó. Pero al final, la música trascendió todo. Es entonces cuando, a mi ver, aparece el artista en toda su humildad y en toda su grandeza, porque a pesar de las limitaciones (siempre las hay) se hace partícipe de un momento sublime: cuando el tiempo se para y se liberan los sentimientos. Entonces hay que llorar, que es muy sano. Por cierto que esto internet no lo puede suplantar.
Y para terminar, unas flores, que es lo propio de la ópera, a la soprano, y con perdón de José Luis Sola, a quien agradezco también las emociones de ayer. Yo recuerdo a Sabina Puértolas cuando dio un concierto como alumna del conservatorio. De repente, una compañera que pasaba desapercibida en clase se subió al escenario y ya quise ver siempre a esa chica que se convertía en canto. Ayer, Sabina, era la Sonambula que lloraba la suerte de una mujer que ama sin fortuna. Su duelo larguísimo con la tristeza, en el borde del escenario, cerca del final de la obra, hilando con el último aliento el canto más sincero, que siempre es el del corazón; qué más se puede decir. Suerte a los dos cantantes y esperamos que haya otra próxima.