Siento cierto pudor al escribir sobre cualquier acto cruel: un mecanismo psicológico nos protege de la impotencia trágica que deja un atentado. La muerte injusta es un abismo al que no se puede mirar demasiado rato. Nos resucitamos haciendo manifestaciones, aplaudiendo tras minutos de silencio, apoyando proclamas de buena voluntad, pero al día siguiente el muerto deja de ser un asesinado para sumarse a la lista de víctimas, de los que no están. Las víctimas son un número, una postal, a lo sumo, para la mayor parte de la sociedad. Isaías Carrasco ya era, nada más morir, la bandera de la despolitización, del consenso, de la firmeza. Todo menos mirar a la muerte cara a cara. Lo puedo entender, los mecanismos de defensa por algo estarán. Pero no lo debo olvidar. Quien derriba la valla del derecho a la vida ¿tiene derecho a sentarse en ninguna mesa de negociación?
Hilar este discurso, desde la Pasión de Cristo a la muerte injusta de tantas víctimas de terrorismo, no es una pirueta dialéctica, aunque a muchos españoles les parezca que Rodríguez Zapatero fue un valiente que abrió una puerta a la esperanza. Entre sus argumentos se llegan a oír extremos tales como que los familiares de las víctimas, por la huella emocional que arrastran, no son los más indicados para sopesar la cuestión con ecuanimidad. Curioso concepto de la ecuanimidad al nadar en la densidad del misterio de la vida y la muerte. Más de diez millones han dado su aval a las negociaciones del gobierno socialista. Es más tranquilizador pensar que La Pasión de Mel Gibson es una película de mal gusto.