El Estado de Derecho en Cataluña

Ahora que España ha actuado legítimamente en Cataluña como Estado de Derecho, con las herramientas jurídicas que le corresponden, se debe resolver la preocupante situación política que se registra en esta Comunidad. A mi juicio, es necesario adoptar con firmeza dos decisiones por el orden y condiciones que a continuación indico.

Primera: el Estado debe permanecer visible y ejerciente en Cataluña, sin tapujos ni complejos, porque Cataluña es una parte de España; no es una excrecencia de ella, ni un territorio extraño añadido e indebidamente ocupado por fuerzas extranjeras. Las instituciones legislativas, jurídicas y de gobierno del Estado deben estar presentes como garantía de la legalidad, del orden y defensa del interés general, actuando con normalidad y coordinación en el ámbito de las competencias que correspondan. El Estado debe hacerse presente después de muchos años de haber desaparecido por la negligencia de los que no asumieron la responsabilidad de hacerlo respetar y por la malicia los que no le obedecen sin otro apoyo jurídico que la mentira. Todos deben entender que el Presidente de la Comunidad autónoma representa al Estado en la Comunidad. Engaña la autoridad política de la Comunidad que, refiriéndose a las actuaciones en su Comunidad de las instituciones del Gobierno central del Estado, dice que son acciones del Estado español, y no del Estado del cual forman parte indisoluble. En ocasiones con manifiesta malicia, se distingue las instituciones autonómicas de las del Gobierno central del Estado como si unas y otras no fueran parte indisoluble del Estado.

Segunda: abrir un leal, honesto y sincero proceso de diálogo entre los representantes políticos interesados para encontrar la fórmula constitucional más adecuada para garantizar la convivencia de los españoles, incluidos los catalanes. Debe ser adoptada solo después de estar aplicado con efectividad la primera. En situaciones peores nos vimos en 1978 y supimos encontrar la solución: la constitución votada mayoritariamente por los españoles.

Pero tengo la impresión, no obstante lo anterior, que el concepto de diálogo se emplea impropiamente dejándolo huero, vacío de contenido. Se emplea como una pantalla opaca para ocultar la ignorancia de unos sobre lo que es preciso dialogar o las aviesas intenciones de los que no desean en modo alguno el debate, sino revolver la salsa hasta encontrar el bocado más apetitoso para ellos.

Para dialogar es preciso determinar con precisión los asuntos sobre los que hay que discutir e, incluso, fijar con precisión la posición personal que cada uno de los intervinientes va a mantener al comenzar el proceso. Poco sentido tiene afirmar que se quiere un estado federal, una nación de naciones, un estado plurinacional u otro pluricultural si no se indica el sentido y contenido de estos conceptos, a su vez, vacíos en sí mismos. Defínase a España como se quiera porque lo importante no es el calificativo sino que las competencias exclusivas del Estado del Gobierno central queden bien definidas. Decía recientemente Francesc Carreras, catedrático de Derecho constitucional, que firmaría para España la constitución federal alemana, cuyos landër tienen bien reconocido un menor nivel de autogobierno.

Ello nos lleva al título VIII de la Constitución de 1978 que está reclamando a gritos su modificación en el sentido indicado. Junto con otros, fue producto de pasteleo político para resolver el grave problema de la transición. Funcionó bien mientras las CCAA estaban como chico con zapatos nuevos; pero pronto aprendieron lo de las competencias exclusivas, compartidas y concurrentes y vino el follón. De ahí que para algunos dialogar tenga solo un sentido unidireccional que alcanza hasta el principio de soberanía nacional. Pero se puede negociar para centralizar funciones básicas estatales como la educación y la sanidad, por citar alguna.

No lejos de este proceso dialogante queda la reforma de la ley electoral para impedir el chantaje que los partidos nacionalistas, con escasa representación política en el ámbito territorial del Estado, someten sistemáticamente al poder legislativo y ejecutivo central.

Finalmente hay que aceptar unos principios básicos de todo proceso negociador. Son el de lealtad hacia lo acordado, honestidad y sinceridad. No se puede negociar con pícaros y rufianes, sino con personas cabales. Es más importante el principio de lealtad hacia la constitución que la constitución misma. Esta ausencia de lealtad es precisamente el grave problema constitucional que tenemos planteado en España.

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