¿Dónde están los filólogos?

Para qué los quiere, se preguntará el lector. Porque vuelvo a la educación, lo siento. Acabo de leer unas “Recomendaciones prácticas recogidas en el estudio sobre la violencia en el lugar de trabajo en el ámbito de educación del Gobierno de Navarra” y he podido evitar la urticaria gracias al sentido del humor que he desarrollado en el aula; no diré esta vez que a la fuerza ahorcan.

Fíjense en el título, en ese “lugar de trabajo en el ámbito de educación”. Aún se pueden emplear más palabras para decir tan poco, se lo aseguro, no hace falta más que leer cualquiera de los documentos que profusamente ha prohijado la LOGSE y sus variantes. El lenguaje es un fiel transmisor del espíritu humano, más allá del primer significado que a simple vista descubrimos. Detrás de esta manera alambicada, un quiero y no puedo de la retórica, se esconde una actitud muy logsiana. Uno: aparentar que se está diciendo algo importante para decir cuatro perogrulladas, cuando no para desviar el debate de los problemas reales. Dos: despreciar la tradición, la sabiduría acumulada, que en el ejercicio escrito se demuestra con un uso inteligente del lenguaje al servicio de la claridad, es decir, del lector.

Y los filólogos, los guardianes del lenguaje, nos hemos callado, en líneas generales y ausentes, admitiendo en nuestros centros la violación de un español correcto, con traducciones del inglés baratas, con membretes absurdos como “lo de calidad”, “las no conformidades” o “los contenidos mínimos”. Y hemos aprendido a copiar y pegar con el ordenador formulaciones del ministerio para hacer nuestros proyectos curriculares, nuestros objetivos de las programaciones, de las unidades didácticas y de las madre que los parió, todo mentira, todo una resma de lugares comunes sobre un alumno y alumna (“o-a” inexcusable) inexistente, que saldrá de la LOGSE emitiendo valoraciones críticas acerca del entorno que les rodea. No, queridos hacedores de este desaguisado, los alumnos logsianos que cargan con esos hermosos cincos salen pensando en divertirse y pasarlo bien, que es lo habitual a estas edades, y a lo más, con ganas de hacer un bachiller, pero no de emitir valoraciones autónomas, críticas y responsables de un entorno que desconocen.

Leo en la Biblia laica de mi instituto –todo instituto ha de tenerla- que un objetivo de la educación es “Conocer las creencias, actitudes y valores básicos de nuestra tradición valorándolos críticamente.” Me suena mal el “valorando”, será porque no es necesario valorar para conocer (si yo les pidiera a los adolescentes su opinión sobre la lección que les quiero impartir…), y la valoración, como suele ocurrir, viene cuando se ha conocido y experimentado. ¿Y qué les parece esto?: “Interpretar y producir con propiedad, autonomía y creatividad mensajes que utilicen códigos artísticos, científicos y técnicos, para enriquecer las posibilidades de comunicación y reflexionar sobre los procesos implicados en su uso.” Si lo resumo en el antiguo “expresarse con corrección”, un progre me dirá que como buen recalcitrante quiero sacar loros de estos nuestros centros de dinámicas de enseñanza y aprendizaje integradas. Por supuesto que mientras se formulan semejantes morcillas lingüísticas los alumnos ni interpretan ni producen, no cantan ni el pío-pío de un gorrión, pero ya se sabe, la reforma fue buena, el “tema” es que no se han puesto los medios para comprar dos ordenadores por alumno.

¿Dónde están los filólogos, dónde esos hombres de letras, dónde esos catedráticos de instituto que sabían que para educar se necesita, indispensable, una cabecita pensante? Quisiera emprender una reforma educativa. Una pizarra, papel, boli y dos o tres clásicos, nada más. Y ya verían ustedes lo que era bueno.

Javier Horno.

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