Dolerse de penas.

“Nazareno, coge la vela./ Costalero, hunde el hombro,/ Que la noche es larga/ Y los pasos cortos”. Rimas son de Vitaliano y casi, casi, una provocación. Primero en el tiempo fueron asalariados, mozos de cuerda y cargadores de la colla del muelle a jornal. Hoy los costaleros son devotos y, dígase cuanto se diga acerca de la frialdad actual, en las hermandades hay espera en lista, hasta que el abuelo muera o no pueda más.

Probablemente todas las que se cuentan en la Semana Santa sevillana son pequeñas historias, pero tan grandes como el corazón de cada cual. Los turistas incrédulos o inadvertidos las achacan a folclore, pero bajo las ocultas trabajaderas de cada paso hay amor, fervor y sentimiento. Amor a quien se lleva, magia y arte supremo al andar. También se sufre y pasan calamidades arrimando el hombro, metiendo los riñones y doblando, por el enorme peso, la cerviz. Lágrimas por las culpas propias y también de felicidad, al acercar a María hacia su Hijo haciendo la “levantá”, cuando grita fuerte el capataz: “¡al cielo, de verdá!”. Así es la gente que se dice “de abajo”, como Pepe, Pepín, un tipo enjuto y sarmentoso, costalero anónimo que hace cuadrilla con gente principal y el resto del año es albañil.

Nadie sabe del todo decir qué siente el costalero al llevar entre capirotes y sobre los pies, como si de “alfombras de sandalias juntas” se tratase, a la Madre de Dios, al Cristo o escenas de la Pasión. Sea la vivencia, como la de Hidalgo quizá, de “un reencuentro íntimo entre los cielos y la tierra”. Dicen de un novato cofrade que preguntó a sus mayores cuál habría de ser su propósito al comenzar, y éstos le contestaron así: ha de ser la humildad. Dolerte por tus penas y sentirte sólo recompensado por quien alzas al tirón, al tiempo que te regocijas por cuanto disfrutan los demás cada “chicotá”.

José-Ángel Zubiaur Carreño

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