Me alegra comprobar que no soy el único que pone negro sobre blanco sus críticas al estado de la educación. Diría que las publicaciones que comparten un malestar generalizado hacia cómo se están desarrollando la vida de las aulas aumentan. En los últimos tiempos he leído algunas entrevistas y libros en este sentido. Quien me despertó de la cierta nebulosa que trae toda novedad fue Alicia Delibes en La gran estafa1, que leí hace ya trece años y que sigo recomendando vivamente. Coincido en líneas generales con el pedaogogo Gregorio Luri, o la hispanista sueca Inger Enkvist, a quienes he conocido a través de entrevistas (y que me han atendido amablemente por correo); me siento en gran medida representado por la obra Contra la nueva educación, de Alberto Royo2 (hace unas semanas estuve en la presentación de Diario de un profesor, su último libro). El pasado mes de septiembre adquirí Devaluación continua, de Andreu Navarra3. Y quiero continuar el hilo de esta reflexión desde estas páginas del profesor Navarra porque es obra que, aunque terminé con cierta reserva, me ha producido indisimulable satisfacción.
Entresacaré, pues, una de las ideas que más me han satisfecho de este libro de Andreu Navarra. Este profesor de Lengua y Literatura se atreve a reconocer sus prejuicios ante los reglamentos de disciplina, pero al cabo de los años la siente tan necesaria como el agua para calmar la sed. Y reproduzco sus palabras exactas: “Hace un tiempo, desembarqué en un instituto con un reglamento que juzgué demasiado duro, incluso injusto. (…) No me lo podía creer. Incluso me dolía creerlo: porque iba contra mis convicciones ideológicas. Pero pronto me hice a la idea: no es más progresista un centro que no genera un buen ambiente de trabajo.” (pág. 234).
La lectura de Andreu Navarra me ha dado más de una alegría, porque acierta de pleno en destacar los males de nuestros días, como son el desprestigio de lo que significa la lisa y pura instrucción, la disciplina mencionada, lo innecesario de nuevas pedagogías frente al sentido común o el peligro evidente de los teléfonos móviles. Pero al mismo tiempo cae en tópicos manidos, como usar la imagen de la Edad Media como signo de oscurantismo; o hablar de “aquella generación tardofranquista de profesores que daban la clase mirando la ventana y rumiando halitosis” y de que “Tan malos eran los gerifaltes catedráticos del tardofranquismo como el docente acorralado de nuestros días” (pág. 222). La halitosis no merece mayor comentario; pero que el prestigio académico de los institutos públicos del franquismo y de la E.G.B. (que también es producto del franquismo) se ha extinguido es tan cierto como que el profesor Navarro, que es de esta generación de profesores acorralados, se ve en la necesidad de escribir su Devaluación continua.
Llegados a este punto, que es el de la cierta reserva que muestran las voces críticas a que no se les englobe en un discurso demasiado simplista sobre la educación, quisiera exponer mi “pero” al panorama crítico en general. Es de celebrar que diversos profesores, de distintas ideologías, coincidan en que ha sido un desastre menoscabar la autoridad del profesor, ridiculizar la memoria, aprobar con menos de un cinco (a veces, doy fe, con mucho menos) o que el último pedagogo al uso nos dicte a los profesores con qué truco de manos conseguiremos que un pubescente se ponga a estudiar de una puñetera vez.
Continúo, empero, con mi enmienda: se va admitiendo cada día con más autoridad un discurso muy crítico con la pedagogía dominante, pero no se termina de hacer el análisis político (que no partidista). Porque las aulas tienen una trastienda política, nos guste o no. La educación en España tiene un cariz tan políticamente correcto que no sé si siquiera en VOX se atreverán a ir contracorriente.
Este verano fue noticia que en las oposiciones a maestros convocadas por el Gobierno de Navarra “se cargaron” hasta al apuntador en la primera prueba, sólo aplicando las normas ortográficas de la Real Academia Española. En estas oposiciones un mal pensado podrá creer que todo fue una manera de hacer criba. Intuyo que no fue sólo eso, y que más de un miembro del tribunal se quedaría escandalizado al empezar a leer los exámenes. La ortografía, naturalmente, no es más que la punta de un iceberg que es la mediocridad del bagaje lector: y no hay formación académica sin lectura. Cuando hace unos años (creo que unos diez) estuve obligado a ser miembro de un tribunal de secundaria no hubo manera de convencer a mis compañeros de que fijáramos unos criterios de corrección en cuanto a la ortografía. El argumento de mis compañeros era que normalmente quien comete faltas de ortografía escribe mal o no sabe mucho. No es desdeñable el argumento. Han pasado los años y la decadencia de la ortografía debe de ser más alarmante. En esta ocasión ya no se ha esperado a leer el examen entero; a medio punto por falta, en cuatro líneas muchos exámenes tenían su fatal veredicto.
Es decir, ahora los tribunales de educación estamos aplicando a las víctimas de la Logse una disciplina escrituraria que jamás se aplicó en la escuela, que es donde debiera haberse hecho primero. Los sindicatos se han apresurado a decir que hay que adaptarse a las circunstancias. Los valientes miembros del Tribunal actuaron antes de que los sindicatos hablaran, menos mal. No querían, seguramente, que un titulado en magisterio que confundiera la be con la uve pudiera un día llegar a dar clase a sus hijos.
La educación se hizo insoportablemente progre con la Logse y puedo asegurar que hay un hartazgo más que notable entre los de este noble oficio. Pondré un ejemplo del porqué de este hartazgo. Llevamos años haciendo programaciones académicas con una retórica absurda: ayer eran “contenidos, procedimientos y actitudes”, ahora “competencias” y mañana simbiosis culturales o conceptos ecológicos, sabe Dios, porque el papel lo resiste todo y los ordenadores, con el corta-pega, más. En nuestras programaciones se leen cosas como que “El alumno será capaz de emitir opiniones con juicio crítico y autónomo, respetando las diversidades culturales, en un lenguaje técnico, blablablá”; inútiles documentos, porque todo el mundo sabe que el juicio y la madurez a uno le entran cuando Dios quiere, como la inspiración llega trabajando, y es imposible que un alumno de la ESO emita ningún juicio verdaderamente crítico sobre casi nada. Llevo casi veinte años en educación y cada día me reafirmo más en que el alumno debe tener bien claro qué entra para el examen, y que estudiar fastidia a casi todo el mundo, síntoma inequívoco de que eres joven y estás en tus cabales. Teníamos a un gran profesor, D. Sabino, que reducía todo a “Usted sabe, usted no sabe”. Dios lo tenga en su gloria, que se lo merece. Se lo merecen todos aquellos profesores que, mejor o peor, nos daban clase a más de 40 personas por aula y tenían claro, al menos, que en la vida no se regala casi nada.
En España padecemos una reforma progre que se llama Logse, que la emitió el Partido Socialista Obrero Español y a la que el Partido Popular sólo opuso una tibia, casi fría oposición. Y ningún partido político ha presentado hoy por hoy ningún plan educativo de urgencia. La EGB, con su bachillerato de cuatro años no sólo estaba bien: sería absolutamente legítimo plantear que el bachillerato durase cinco y seis años. En España se premian las dotes deportivas pero no se motiva a los jóvenes que tienen ganas de estudiar. Y de resultas, a aquellos que en lugar de estudiar quisieran aprender un oficio, apetencia legítima y honorable, se les amarga la existencia hasta los dieciséis años con una ESO de seis horas diarias que aburre a un muerto.
No esperemos consenso, porque no va a haberlo. Una reforma educativa necesita una buena base intelectual y una buena dosis de valentía. Si volviéramos a la E.G.B. y se diera respetabilidad a la formación profesional, en dos o tres años no se quejaban ni los profesores que se dedican a dar cursos de nuevas pedagogías.
Hace unos años tuve la oportunidad de impartir clase a un grupo de 3º de la ESO elegido entre los alumnos de alto nivel de inglés, a los que se les agrupaba para que los profesores de algunas asignaturas impartieran la materia en lengua inglesa. Es decir, eran lo que tradicionalmente se ha conocido como “buenos alumnos”, alumnos avanzados. Fue como un sueño. Íbamos a conciertos y escribían comentarios que yo corregía; alcanzaban un pulimento en la prosa que ya quisieran algunos bachilleres. Al final de curso habían hecho una incursión por la Historia de la Música con más de cien audiciones musicales, con sus características básicas: habían aprendido que existe la música medieval, la renacentista, la barroca, etcétera. Pero no teóricamente: la habían escuchado y aprendían a diferenciar una obra de otra, que es así como se empieza, escuchando y diferenciando. Sigo creyendo en ese filón de metal precioso que podemos extraer de nuestros jóvenes.
Tal vez, en el fondo, todo esto no tenga más que un origen simple y profundo como una mala raíz: querer moldear la realidad a una manera a la que la realidad se resiste. En varios de sus libros, el admirado Viktor Krankl se esforzaba en explicar que no podemos perseguir la felicidad, sino que debemos dar sentido a la existencia. Es decir, por encima del deseo de placer, tan necesario, está el de la responsabilidad. La felicidad se da por añadidura, algo fácil de decir, pero más fácil aún de desvirtuar. La progresía parece empeñada en demostrar que la existencia es tan diversa como caprichosa; que la existencia sea dura no lo dice casi ni la Conferencia Episcopal. Estudiar es duro, es duro tener quince años, lleno de testosterona, y sacrificar una tarde de amigos por abrir un libro y quedarte solo ante él. Sí, es duro. Pero es tan duro como bello.
x
x
Javier Horno
1Alicia Delibes Liniers, La gran estafa, Grupo Unisón Editores, Madrid, 2006.
2Alberto Royo, Contra la nueva educación, Plataforma actual, Barcelona, 2016.
3Andreu Navarra, Devaluación continua, Tusquets Editores, Barcelona, 2019.