Lo único que podría justificar moralmente el recurso a la subvención permanente, como ocurría con los míticos trapicheos de Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, sería la necesidad de repartir mejor los bienes de la fortuna allí donde se produzca alguna situación netamente injusta. Lo que no tiene sentido es robar a unos pobres para dárselo a otros pobres. Ni a unos ricos para que acaben las perras en manos de otros igualmente ricos aunque más amigos. Y mucho menos se comprende que haya que esquilmar a la clase media para ayudar a la misma clase media esquilmada.
Alejada de aquella función netamente justiciera, la subvención moderna se ha convertido en una herramienta para la conquista del poder, en un derroche perpetuo, pagado por todos los paganos, para que el político de turno siga siendo político sin turno y buena imagen. De esta forma el político, como si fuera un respetable crupier, parte y reparte según su criterio, desvistiendo un santo para vestir a otro. Cobrando más y mas impuestos para luego poder entregar como un favor las migajas subvencionadas.
A veces da la sensación de que no sirve para gran cosa nuestra autonomía fiscal si se limita a copiar con retraso lo mismo que propone el fisco general. Por ejemplo, ¿por qué no nos esforzamos en simplificar el sistema reduciendo todo a la vez: impuestos, subvenciones y trámites de todo tipo? La de papel que nos íbamos a ahorrar. La de bosques que se iban a salvar. La de políticos que iban a caer.
Jerónimo Erro