Están locos estos pamploneses. Se han pasado la vida a pedrada limpia, jugando a los castillos, juntando piedra sobre piedra, levantando murallas entre sus burgos, creando sistemas invulnerables a la artillería del siglo XVI para ser finalmente conquistados por los soldados de Napoleón sin pegar un tiro. Y para maldecir del cinturón que impedía el crecimiento moderno de una ciudad racional. Y para arrepentirse después del derribo ahora que está tan de moda enseñar las piedras viejas a los guiris. ¿Cuántos esfuerzos, desvelos, presupuestos y años de trabajo faraónico de albañilería y limpieza han requerido las sobrias murallas pamplonesas?.
Fueron el origen de la internacional Compañía de Jesús con aquella providencial herida que en el castillo de la plaza del castillo sin castillo sufrió Iñigo de Loyola. Desde entonces las hemos soportado sin pena ni gloria como una molestia necesaria, como un cascarón cada vez más inútil y entrañable. Y ahora que ya no nos defienden de nada ni de nadie, porque la mayor parte de los vecinos viven extramuros, y porque nos cuesta ir todos a una, y porque apenas existe ciudad que defender, tratamos como si fuera un objeto indefenso y con acceso para minusválidos a los lienzos que antaño se erguían como elemento defensor e infranqueable.
Triste sino el de las piedras vetustas y las ciudades nostálgicas.