Hace ya unos cuantos siglos que las ardillas no pueden atravesar la Península Ibérica saltando de árbol en árbol. Pero es que ahora tampoco podrían hacerlo por el suelo. Nunca me he considerado el típico ecologista cenizo. Ni soy de los que dicen que no se haga nada. Pero les cuento lo que hay, para que lo sepamos. Para que seamos conscientes, y para que actuemos en consecuencia, con un poco de sentido común. La cuestión es que se están construyendo actualmente en Navarra tres clases de grandes infraestructuras que sirven – en teoría- para unir, si. Pero que -de hecho- también separan. Que unen a los lejanos hasta hacerlos próximos. Y que separan a los prójimos hasta hacerlos extraños. Me refiero a las autovías, no a las carreteras. A los grandes canales, no a las acequias. Y a la vía férrea de alta velocidad, no a la convencional. Cada una de estas grandes nuevas obras públicas, como un nuevo Atila, divide en dos la tierra que pisa poniendo un antes y un después inamovible en la historia de cada comarca. Al pamplonita de asfalto puede que le traiga sin cuidado esta preocupación mientras pueda ir en menos de una hora a Logroño, o usar el AVE hasta Madrid, o regar las alcachofas con el agua del Pirineo. O puede que nunca se haya parado a pensarlo. Pues que lo piense. Porque a lo mejor se le ocurre algo bueno.
Jerónimo Erro