Desde los oscuros tiempos del sheriff of Nottingham todos los dictadorzuelos del mundo han tenido en común, entre otras cosas, un afán recaudatorio desquiciado. Sin piedad, sin excepción, sin demasiada lógica, los vampiros del dinero se dedican a la extorsión aparentemente legal de aquellos súbditos que tienen la mala suerte de caer en sus dominios. Por eso que la SGAE haya conseguido, por pura avaricia, hacerse un puesto de honor entre las instituciones más odiadas de España no me extraña un pelo. Sin embargo lo que realmente me preocupa es que esta especie de gremio o sindicato -en el peor de los sentidos de lo gremial o lo sindical- se convierta en una especie de santo tribunal subvencionado capaz de definir qué es lo que vale y qué es lo que no en el maravilloso mundo de la creación literaria y artística. Sería algo soportable que un círculo de bufones llegara a fanatizarse en el cobro de sus chistes siempre que dejara a salvo las vías respiratorias de la cultura general. Pero ¿qué pasa si cierto lobby cada vez más poderoso, cada vez más encastillado, cada vez más resentido contra la sociedad, queda de hecho convertido en el único etiquetador legal de cultura? ¿Qué pasa si céntimo a céntimo se hacen tan poderosos como para decidir quién actúa y quién no; quién es alguien en el mundo del espectáculo y a quién se le corta el micro? La mano que alimenta al malvado y creativo sheriff sabe lo que hace. Necesita tener un coro que le jalee, y cuanto más nutrido, mejor.