Entre el mandato divino del "someted la Tierra" y la chulería de otorgar el certificado ISO14001 a una playa milenaria hay un trecho. Aunque todavía no sabemos qué hacer con los terremotos estamos más empeñados que nunca en continuar aquella tarea en que se entretenía Adán antes de empezar a trabajar: dar nombres a las cosas. Y contarlas. Y encasillarlas. Como si estuviésemos -pobres pulgas que somos encima de una bola viajera- a punto de tenerlo todo bajo control. Se acabó la imitación a la naturaleza. Ahora el arte consiste en hacer árboles con pinta de farola. O flores como letreros de neón. Todo parece susceptible de ser gestionado en categorías humanas: la pesca, el espárrago, el buitre, el agua, el viento, las choperas. La capacidad de asombro está cambiando de bando. Son las águilas las que se sorprenden de cómo volamos. Ya no toreamos toros sino máquinas. ¡Cuántos árboles habrán sido convertidos en leyes, en normas, en impresos, en trámites de cualquier departamentillo de medio ambiente!. Hay un equilibrio que se ha roto y que no se repondrá con la mera contraposición entre lo natural y lo artificial. Ni tampoco dando sellos de sostenibilidad a cada nube que pase. No es tan sencillo. Porque al fin y al cabo lo más natural del mundo es que hagamos cosas artificiales. Lo malo, como siempre, es el orgullo que se esconde detrás de tanta burocracia presuntamente ecológica. El pensar que todo depende de nosotros. Como si nosotros, para empezar, dependiéramos de nosotros.
Jerónimo Erro