Lleva un siglo rodando por donde le dejan aunque no siempre lo haya hecho a la misma velocidad. Nuestro viejo Irati, por ejemplo, era tan lento que fue sustituido hace cincuenta años por unos autobuses que hoy nos resultarían insufribles y por unos coches que han provocado entre curva y curva más muertos que la guerra. En otros lugares todos aquellos modernísimos y ecológicos vehículos eléctricos, trenes, tranvías, trolebuses… fueron eliminados por la presión inteligente y malintencionada de los fabricantes de automóviles y de los expendedores de carburantes. Dicen que hasta hubo fabricantes de turismos que compraban compañías de cercanías solamente para cerrarlas y vender así más coches. El primer caballo de hierro, familiar y comunitario, fue vencido de esta forma por el utilitario individualista y así se fue forjando nuestra moderna civilización sobre cauchos y gomas y asfalto. Así hemos llegado a depender del coche para todo de forma que en vez de favorecer la vida peatonal y humana de aquellas pequeñas y bonitas ciudades uniéndolas con ecológicos transportes colectivos hemos conseguido hacer de cada hogar un complicadísimo centro de logística en el que con tremendos sudores y a duras penas se consigue hacer la compra, llevar a los niños al cole o visitar a los amigos a base de quemar petroleo. Vuelve lo eléctrico, patrocinado por un dinero público que estaría mas guapo calladito, pero vuelve. Ahora solo hace falta que no se limite a cubrir las grandes distancias con el AVE o a perpetuar el caos del asfalto y del aparcamiento con cochecillos silenciosos. Ojalá que descubra además la belleza de los trenes pequeños.