Es bien sabido que, cuando alguien quiere desactivar una voz ajena discrepante, pero le faltan argumentos, suele echar mano de dos recursos: la desautorización del adversario y el uso de eufemismos. Desautorizar, o sea, quitar a alguien autoridad o crédito, no exige rebatir con razonamientos las ideas, recurso de difícil encaje en el discurso breve y divulgativo de los medios. Puede bastar una palabra para dejar inoperante la voz contraria. Un par de ejemplos: desde un medio pretendidamente serio como El País, se vincula por sistema la opción pro-vida con la derecha (“la derechona”, eructó Maribel Verdú en sus páginas hace unos días), o con determinados políticos que se consideran del pasado (Aznar, Mayor Oreja…), o con los obispos. En suma: insultar sin argumentar.
Y, desde luego, no pierden ocasión de usar a troche y moche eufemismos cursis, de cartón piedra, tipo “interrupción (¿?) del embarazo”, “salud reproductiva”, “derechos de la mujer” y otras perlas de preciosas ridículas. Como decía el poeta, siempre queda el pudor de la palabra.
En nombre de un presunto derecho, que en realidad es un atentado contra el derecho fundamental a la vida, se pretende legislar contra las evidencias de la ciencia, de la razón, de la sensibilidad. También se consideraba un derecho la esclavitud, en la América del Norte del siglo XIX, durante la Guerra de Secesión.
Cuando las estrategias dominantes en los medios influyentes son de ese calibre, hay que concluir que el argumentario proabortista presenta un electroencefalograma plano.
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Juan Salazar Romero