A propósito de las palabras de Benedicto XVI en el primer centenario del Pontificio Consejo de Música Sacra

 

 

 

 

 

Uno de los temas de conversación más habituales entre los organistas, y entre los amantes del órgano en general, es el de la calidad de la música que habitualmente se oye en nuestras iglesias. El diagnóstico tiende a ser crítico. No en vano el mundo del órgano conoce muy bien el glorioso pasado de la música sacra, y el papel fundamental que en él ha desempeñado históricamente el instrumento de tubos. Las posiciones suelen resultar de lo más variadas. Unos añoran la importancia que siempre tuvo la música de órgano en el culto católico. Otros, más optimistas, apuestan por no encasquillarse en la nostalgia de tiempos pasados, y sacar el mayor provecho posible de la situación actual, incluidas las melodías en uso. 

Los hay que expresan su admiración ante el puesto de honor que ostenta la música en las celebraciones luteranas, y de ahí pasan a presentar una enmienda a la totalidad respecto al concepto católico de la liturgia en sí. Molestos por ello, otros reaccionan con una apología de las virtualidades catequéticas y espirituales del “status quo” actual. Entre tanto, no dejan de resonar periódicamente las citas a la defensa y recomendación que el Concilio Vaticano II hace del órgano de tubos, del canto gregoriano y de la polifonía.

En el fragor del debate parecen perfilarse, siquiera difusamente, dos posiciones. Por una parte, la de los que se preocupan ante todo por la belleza de la música, dejando en una segunda posición, más o menos cercana, todas las cuestiones concomitantes con la misma: espiritualidad, teología, naturaleza de la liturgia en sí y significado de sus elementos, etc. En este sector parecen predominar los músicos bien formados en su arte, pero menos interesados en los aspectos espirituales y teológicos.

Del otro lado llegan las voces de muchos creyentes, recelosos de que se pretendan supeditar los aspectos fundamentales de la liturgia a los intereses de una parte de ella. Hace unos años el organista de una parroquia pamplonesa, benemérito “amateur”, protestaba en un medio navarro de comunicación porque un coro local había osado interpretar buena música sacra durante la celebración de unos funerales: “Para oír un concierto, prefiero irme al (teatro) Gayarre”. Lejos habían quedado los tiempos en que la Schola Cantorum del Seminario de Pamplona solía intervenir en la liturgia de Semana Santa de la Catedral con obras maestras de la polifonía renacentista, creando un espacio de belleza que seguramente pocos conciertos sacros actuales podrían igualar.

En general, la situación se asemeja un poco al dilema de Salomón. Y no ha faltado quien ha decidido «cortar al niño por la mitad»: un poco de canciones pop acompañadas con rasgueo de guitarras por aquí, una parte de la Misa de Ángelis por allá; Un cd de corales de Bach para órgano para ambientar este momento, pero unas baladas espirituales a ritmo de percusión lenta para más adelante.

La elección de Benedicto XVI como Papa fomentó inmediatamente la esperanza entre los amantes del órgano y de la buena música sacra. Hombre profundo, culto, amante de la belleza en la liturgia, que había mamado en su Alemania natal la mejor tradición musical litúrgica. No parece que vaya a defraudar estas expectativas. En la carta que ha enviado al Gran Canciller del Pontificio Consejo de Música Sacra con motivo del centenario de esta institución, el Papa ha recordado la primacía del canto gregoriano como modelo supremo de música sacra, y la necesidad de “valorar las demás formas expresivas que forman parte del patrimonio histórico-litúrgico de la Iglesia”, especialmente la polifonía.

Hasta aquí algunas de sus palabras referidas a la música en sí. Pero la carta contiene otras frases que bien podrían servir de puente pacificador entre las dos posiciones antes descritas. Así, Benedicto XVI ha subrayado “la sustancial continuidad del Magisterio sobre la música sacra en la Liturgia”. En particular, ha recordado cómo Pablo VI y Juan Pablo II, a la luz de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, quisieron reafirmar el fin de la música sacra, es decir, «la gloria de Dios y la santificación de los fieles» y los criterios fundamentales de la tradición. 

Benedicto XVI reconoció que a veces estos elementos “se consideraron expresiones de una concepción que respondía a un pasado que superar y descuidar, porque limitaba la libertad y la creatividad del individuo y de las comunidades”. “Pero tenemos que preguntarnos siempre de nuevo: ¿quién es el auténtico sujeto de la Liturgia? La respuesta es sencilla: la Iglesia. No es el individuo o el grupo el que celebra la Liturgia, sino que es ante todo acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad”. (Fuente: www.infocatolica.com)

Es de esperar que a partir de estas reflexiones se pueda encontrar la senda correcta para conciliar tantas disensiones, y devolver así al órgano y a la buena música sacra el lugar que nunca debieron perder.

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