A 30 años de la caída del Muro de Berlín, se hace cada vez más evidente que en Hispanoamérica hemos olvidado, o tal vez nunca terminamos de comprender enteramente, lo que este suceso significó. Para ser más precisos, a decir verdad, el problema parece ser que elegimos ignorar el aspecto más relevante de la existencia del Muro: esto es, el fracaso de las ideas socialistas, que derivó en la necesidad de su construcción en primer lugar.
Es que, como sabemos, aquellas tesis que vinieron a confirmar el triunfo del capitalismo por sobre el comunismo (El final de la ideolgía de Daniel Bell, El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama, y, si se quiere, El choque de civilizaciones de Samuel P. Huntington) insinuaron, además, con esto, que las derechas podían relajarse en los laureles puesto que dejarían de existir (por innecesarias), toda vez que las izquierdas en función de las cuales aquellas se definían, habían sido primeramente extintas, terminando así con esta obsoleta dicotomía.
Pero nada de esto fue como se vaticinó. En Latinoamérica, y en Occidente en general, la derecha se adormeció mientras que la izquierda se reinventó. El ya célebre Foro de Sao Paulo, reunido por primera vez en julio de 1990, tuvo un indiscutible éxito político al lograr que diversos dirigentes populistas de izquierda, se hicieran del poder en casi toda la región, en aquello que se dio a conocer como el Socialismo del Siglo XXI.
Ahora bien, luego de más de una década de populismos izquierdistas, el advenimiento de gobiernos como el de Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile, Lenín Moreno en Ecuador, Mario Benítez en Paraguay y Jair Bolsonaro en Brasil, entre otros democráticamente electos en los últimos años, habían generado un giro ideológico en el continente, dejando (aparentemente) atrás, la hegemonía izquierdista en la que dichos países se vieron sumergidos.
Pero, de nuevo, esto no fue así. A excepción de Bolsonaro, los pretendidamente gobiernos de derecha no fueron tales, y optaron por erigirse como tibios gobiernos de centro. Las consecuencias están hoy a la vista: en Argentina, luego de cuatro mediocres años de gobierno, Macri perdió las elecciones y el kirchnerismo retornará al poder en menos de un mes. Por su parte, en Chile, las revueltas orquestadas desde fuera por un progresismo-leninista (decimos leninista en la medida en que el interés de éste, a diferencia del marxismo propiamente de Marx, se enfoca en la toma del poder), han llevado a que el Presidente Piñera anuncie un “Congreso Constituyente”, que buscará modificar la Carta Magna de un país que hasta hace unos días, y durante décadas, fue el ejemplo regional del éxito político, social y económico, en que las nociones liberales derivan. De esta forma, Piñera, al ceder en cada demanda hecha de manera violenta por las revueltas izquierdistas, fue incapaz de advertir cómo a éstas, en sus intenciones revolucionarias o emancipadoras, nunca les importó realmente cada una de dichas demandas particulares elevadas hacia su gobierno, sino que, lejos de operar a un nivel democrático, lo que en verdad siempre pretendieron fue (y todavía es) su destitución.
Así las cosas, si al próximo cambio de gobierno en Argentina, le sumamos la reciente elección de López Obrador en México, los levantamientos en Ecuador, la catastrófica situación en Chile, y la posibilidad de influencia de un Lula Da Silva recientemente liberado en Brasil, obtendremos una suerte de déjà vu de lo que, hace 29 años, fueron los logros estratégicos del Foro de Sao Paulo, que renueva hoy sus actores, pero no así sus fines, habiendo engendrado al progresista Grupo de Puebla. El avance de la “brisa bolivariana” mencionada por Maduro, de este modo, anuncia en efecto un negro panorama.
Sin embargo, al pesimista porvenir expuesto hasta aquí a modo de advertencia, añadiremos una cuota de optimismo, trayendo a colación lo ocurrido este domingo en Bolivia: la renuncia del autócrata Evo Morales. Es que, a pesar de lo que afirme el bienpensante promedio, en consonancia con el izquierdista más absurdo y militante, los hechos son claros y evidentes: Morales cometió un aparatoso fraude electoral, el pueblo se manifestó en las calles durante semanas y, luego, las Fuerzas Armadas optaron por no seguir las ordenes de represión por parte del Ejecutivo. La situación, por supuesto, dejó sin alternativa a un Morales que, carente de toda legitimidad, no pudo, a pesar de haberlo intentado, reemplazar ésta con coacción. Su renuncia y posterior huida hacia México fueron el resultado de la espontánea y persistente movilización del pueblo boliviano, saturado de una izquierda autoritaria que gobernó durante más de una década.
Este último suceso, en coincidencia con el trigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, debe enseñarnos, entonces, la importancia de no dormitarnos frente al peligro intrínseco que los nuevos gobiernos (y las viejas ideas) izquierdistas representan. En este contexto, la reacción que hoy se expresa espontánea a través de la gente “de a pie”, tal y lo ocurrido en Bolivia, mañana debe reconocerse como una organizada derecha en todo el continente.