La agonía de la educación

Cuenta la historiadora Isabel Burdiel en su magna obra sobre la reina Isabel II[1], que la madre de la niña y futura reina, la regente María Cristina, le había diseñado un estricto horario de clases y costumbres. Como ocurre cuando no se está encima, cuando la regente tuvo que exiliarse a París (en 1840, regencia de Espartero), las costumbres de la infanta se relajaron. Y aquí aparece el profesor Juan Vicente Ventosa, militar que se instaló en Francia como profesor. Ventosa fue llamado a Madrid para ser el nuevo docente de la princesa Isabel y su hermana. Y vino con nuevos aires. Los documentos que quedan del propio Ventosa parecen indicar que optaba por un método inductivo, en lugar del método deductivo clásico:

(…) así como la insistencia en concebir la educación como desarrollo integral del individuo (lo cual hacía que Ventosa se extralimitase constantemente en sus funciones) a través del estímulo de la creatividad y de las facultades innatas de los niños. Esta última cuestión, por cierto, le permitía al maestro plegarse constantemente a los deseos de sus pupilas sin violentar unas voluntades regias y preadolescentes que resultaban cada vez más difíciles de controlar, especialmente por parte de un plebeyo[2].

Añade la Sra. Burdiel que Ventosa se negaba a que su trabajo fuera supervisado; la condesa de Espoz y Mina, aya de la princesa, le criticaba la carencia de rigor, la indisciplina y la infantilización de las niñas. Ventosa fue expulsado de su cargo el 12 de julio de 1842. En 1842 Isabel II ya tenía 12 años cumplidos. La realidad es que la reina Isabel careció ya para siempre de una educación adecuada para su regia responsabilidad.

No hay nada nuevo bajo el sol. Ya en la primera mitad del siglo XIX había profesores como Ventosa, que preferían la teoría del conocimiento autónomo del alumno, por la observación, en lugar de que se dieran unos contenidos bien delimitados y a partir de ahí se exigiera el ejercicio de la deducción. Y, como ocurre siempre, ese método del no forzar y de adornarse con las palabras creatividad y facultades innatas, acaba en falta de disciplina, de rigor académico e infantilización. Ventosa fue un  prelogsiano.

La guerra entre los profesores guays y los profesores normales es vieja y, según el profesor  francés de François-Xavier Bellamy, en un libro que recomiendo vivamente (Los desheredados[3]), tiene su raíz ya en Descartes, en su consideración de la cultura recibida como un prejuicio; luego fue Jean-Jacques Rousseau quien expuso como categoría científica en el Emilio de Rousseau todo ese método inductivo, en que el niño es bueno y la sociedad y la cultura lo corrompen. Hay más: Pierre Bourdieu, ya en el siglo XX, hace una lectura marxista de la trasmisión de cultura como otra forma más de capitalismo injusto. Una de las consecuencias de Bourdieu es que se debe preparar sólo en función del mercado laboral.

En España, como en Francia, todo eso ha desembocado en una desprestigio de la cultura, una identificación del sabio con el pedante, la relegación de la memoria y una obsesión por la innovación pedagógica, poblada ahora de ordenadores que están dañando las mentes de los niños, como explican estudios neurológicos solventes, reunidos en otro interesante libro titulado Superficiales, de Nicholas Carr[4].

La nueva Ley Celáa no hace sino abundar en lo mismo que ha habido hasta ahora, sin interrupción, desde la Logse. La prosa legislativa y pedagógica utilizada es un insulto a la inteligencia y a la claridad con que uno se debería expresar en lengua española. Esa misma prosa que ya Lázaro Carreter criticaba hace treinta años, cuando se empezó a sustituir “pizarra” por “panel de aprendizaje”. Las lecciones se convirtieron en “unidades didácticas”; con las unidades didácticas vino el trabajar por proyectos, los contenidos mínimos, las competencias; la última ocurrencia son las “situaciones de aprendizaje”. Si las mentes pensantes de estas leyes hubieran hecho gárgaras de seguro saldrían unos sonidos más significativos que esta sarta de imbecilidades. Y perdonen el exabrupto, pero muchos docentes estamos hartos de que, especialmente la educación pública, haya llegado al nivel de mediocridad actual en la exigencia académica.

Alicia Delibes Liniers, una pionera en la denuncia de la nueva pedagogía (con su interesantísimo libro La gran estafa, publicado en 2006[5]), decía hace poco en una entrevista que la prosa de la nueva ley no la entienden ni ellos, porque no hay nada que entender: es una excusa para mandar un mensaje: aprobar sin saber. La izquierda, especialmente, con la complicidad hasta hace poco de la derecha, quiere ciudadanos que no piensen demasiado. No nos extraña nada, porque nunca en un gobierno hubo tantos ministros sin carrera, sin experiencia laboral previa, ni nunca hubo un presidente que presumiera de una tesis doctoral de corta y pega, de calidad pésima, según informó el periódico ABC. Por cierto que Pedro Sánchez exigió una rectificación amenazando con querellarse. Y ni ha habido rectificación ni ha habido querella.

Y así se entera uno de cosas tan absurdas como que un alumno con dislexia de cálculo y que siempre ha tenido adaptaciones curriculares en matemáticas entre en la facultad de Económicas. Créanselo, porque tengo la fuente de primera mano. Y el departamento de inclusión de la universidad presiona al profesor que lo sufre y que me lo cuenta para que le apruebe.

Tengo un innato optimismo, a pesar de todo, porque constato que entre los jóvenes hay muchos que saben que se están regalando aprobados y títulos sin conocimiento y sin esfuerzo. Hay alumnos que vienen a quejarse de lo mucho que molestan en clase algunos compañeros. Y al final, la propia sociedad se encargará, como sea, de captar a aquel que esté preparado de verdad. Y la propia sociedad constatará (ya lo está constatando) el precio de haber alumbrado a titulados sin conocimiento.

Yo creo que esta ley es el último coletazo del marxismo cultural. Intuyo que en no mucho tiempo habrá un cambio educativo y que se imitarán modelos (que los hay y en España los hubo) en los que se agrupe a los alumnos por su rendimiento académico, se prepare muy bien a quien vaya a la universidad y se dé otro tipo de formación a quien opte por una formación profesional o por un trabajo de perfil académico básico. Urge recuperar un bachillerato de al menos cuatro años y unas reválidas de verdad, al final y a lo largo del proceso educativo, reválidas de estado que comprueben que se enseña lo mismo en toda España para adquirir una titulación. Principalmente porque es una cuestión de justicia social. Nunca como ahora las clases más desfavorecidas habían tenido como único recurso una educación tan degradada.

[1]          Isabel II. Una biografía (1830-1904), ed. Taurus, Barcelona 2016 (séptima edición).

[2]          Op. cit., págs. 111-112.

[3]          Ediciones Encuentro, S.A., Madrid, 2018.

[4]          Editado por Taurus, Barcelona, 2019, cuarta edición.

[5]          Editado por Grupo Unisón Producciones, S.L., Madrid, 2006.

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