Sin ninguna intención de pesimismo (tampoco de manifestación de rendición), conviene no negar que existen razones para preocuparse por la situación. No es cuestión de desarrollar una nueva versión del Apocalipsis, sino de mantener los ojos abiertos así como una actitud meramente vigilante (algo que como sociedad nos conviene, aparte de ser lo más activos posible).
Pese a la falta de altura de miras tanto para decir la verdad como de asumir el peligro de determinadas acciones (rectificando en consecuencia), nos enfrentaremos tanto a una nueva recesión en el ámbito eurocrático como a una nueva mera crisis económica en España (prueba de ello es la desaceleración económica que se traduce en pérdida de inversiones y en destrucción de empleo).
Por otro lado, se da una crisis de principios cuyos resultados de traducción pueden resumirse en conceptos como nihilismo negacionista anticristiano, adultocentrismo, cortoplacismo, hedonismo, cultura de la muerte, consumismo materialista e irresponsabilidad (en una situación en la que tanta culpa tiene el ejecutor estatal como aquel miembro de la sociedad que no pone de su parte contrarrestando).
Ante todo esto, conviene hacer algo. Son asuntos de relevancia, no meros anécdotas. No deja de existir lo que puede considerarse como una ocasión para el debate, el análisis y la mera puesta sobre la mesa de lo que se debería de considerar como solución. Esto es una obviedad. Pero quiero centrarme, aquí, en una especie de “discrepancia” sobre el tipo de asuntos a los que hay que dar importancia.
En cierto modo, el asunto económico está en el centro del debate (lo abordaré en la medida en la que uno tiene interés en librar lo que precisamente podría considerarse como batalla “contra-cultural”). Unos creen que la economía es lo más importante (el economicismo cuestión trascendental de cualquier estrategia) mientras que parte del resto piensa que solo merece la pena centrarse en lo moral/cultural.
Hay muchos argumentos para afrontar este debate. No todos son igual de buenos o de precisos (por muy legítimos que sean). Pero quizá importe más clarificar una serie de conceptos (dicho de otra forma, exponer la consideración sobre cómo interpretarlos de manera adecuada). Esta tarea se irá desarrollando a lo largo de este ensayo.
La economía es medio y dinámica, no un principio supremo
Del mismo modo que el dinero no es un fin en sí mismo, la economía no es un principio supremo. Hablemos de una sistemática de distribución de bienes escasos a través de ese mecanismo de interacción social (de la sociedad, aunque los adjetivos tengan un propósito determinado) y ordenación espontánea que conocemos como mercado.
Una sociedad no se define como un mero entorno de componentes mecánicos (mejor dicho, no debemos mantener esa idea sobre la misma). Hablamos de individuos agrupados en cuerpos intermedios de distintos órdenes (las familias, las comunidades vecinales, las asociaciones de padres, las instituciones religiosas…) y se rigen por determinados patrones morales y culturales.
No obstante, existe una constante dinámica de satisfacción de necesidades a considerar como bienes y servicios (no necesariamente vitales, lo cual no ha de ser considerado como algo automáticamente inmoral) que se adquieren a través del mercado, a un valor fijado por la espontánea ley de la oferta y la demanda, sin atender a ninguna clase de “valor objetivo permanente”.
Una sociedad funciona en base a valores morales, no utilitarios
Existe un craso error que consiste en percibir la economía como una técnica a aplicar en función de la utilidad que sea resultante en términos macroeconómicos. Pero, como se ha dicho antes, es “algo” en base a lo cual una sociedad interacciona por medio del mercado para satisfacer sus necesidades.
Dicho esto, cabe entender que una sociedad solo puede ser floreciente si no se ve estrangulada por otra serie de fenómenos como el ente problemático, artificial y abstracto que conocemos como Estado. Por lo tanto, es totalmente inconveniente que se proceda a regular al máximo la economía, en contra de la sociedad y se esos patrones ordenados en base a la ley natural divina.
Por otro lado, esa misma sociedad no solo funcionará en tanto puedan interaccionar libremente para satisfacer sus necesidades por medio del mercado. No es solo cuestión de advertir de la inmoralidad de la planificación centralizada en tanto que actúa contra lo que solo puede saber Dios, vulnera la subsidiariedad y anula la capacidad y voluntad emprendedora del hombre.
Las instituciones naturales han de ser sólidas (entre estas la familia) mientras que conviene que haya unos principios religiosos que fomenten la cohesión, den sentido y velen por la confianza en el más allá (a la vez que ejercen de contrapeso frente a las pretensiones de sustituir a Dios por el Estado). Luego, ni que decir tiene que se ha de apostar por el ahorro, la responsabilidad y el largo-placismo.
Así pues, conviene dar importancia a la economía como sistemática que permita que esa sociedad prospere así como a esos principios que permitan que la misma pueda florecer. Al mismo tiempo, estamos llamados a defender el orden natural del Dios en el que creer. En resumen, contrarrevolución, por la libertad y la tradición, frente al Estado.