Por fin se produjo la comparecencia del Yayo Moncho en el animalario para explicar a sus miembros porqué era urgente cambiar el director del mismo. La expectativa no es que fuera mucha, es que era toda. Al fin y al cabo, el Yayo Moncho había dado todas las señales de que, aunque sólo quería ser el director durante el tiempo imprescindible que le queda mientras se encontrase un sustituto adecuado, le gustaba aparecer bajo los focos cual ebúrnea jovencita, mal que ni su edad ni su aspecto fueran los mismos. Apareció en el ruedo como los grandes maestros rodeado de una cuadrilla, entre la que destacaba el hombre de los tres cuerpos en una chaqueta que dirige a los del color de los loros.
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Comenzó la sesión este último loando la oportunidad de cambiar de director. Le siguió, a su vez, el director que, en esta ocasión, no se sabe bien por qué no venía con el tumbao que tién los guapos al caminar. Se conoce que la remota posibilidad de perder el animalario algo de sueño le quitaba. Se enzarzaron en dimes y diretes hasta que llegó el turno del maestro: el Yayo Moncho.
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Éste no se prodigó mucho en sus palabras. Lo justo. Decidió imitar a los clásicos, casi coetáneos suyos en la juventud, y ser breve. Razonablemente breve, porque discutir un cambio de director no es una cosa que pase todos los días en el animalario y menos antes de la fecha de fin de contrato. El director a continuación habló y como no goza de ninguna de las virtudes de los clásicos, tampoco lo hizo de la brevedad. Esto soliviantó al Yayo Moncho que, investido en la autoridad de los clásicos, le apercibió.
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A continuación, habló la monja tucán vestida de primera comunión. Dijo poco con muchas palabras, como es su costumbre, pero esta vez el Yayo Moncho cambió de registro y prefirió el paternal consejo que hincha las narices, lo que resultó de una extrema crueldad aplicado a la interviniente. Y así llegamos a la hora de comer en el animalario, pausa que reclamó el venerable anciano no se sabe si por hambre o por hartazgo.
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Por la tarde todo el mundo quiso tener su momento de gloria pero sólo dos la alcanzaron. La dueña del patio de los naranjos y el aristócrata que pastorea a los del color de los loros. Luego volveremos sobre ellos.
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Podría haberla tenido también el charnego impertinente. Gracia no le falta para ello, pero estuvo soso a fuer de excederse reciclando la sal de otras intervenciones suyas. Eso sí, sorprendió poco apoyado de medio lado, como su alma, en la tribuna, y sorprendió mucho porque vistió corbata. Tanta expectación causó su indumentaria que algunos pensaron que se había vestido así para darle el sí al Yayo Moncho, pero no.
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La dueña del patio de los naranjos, con el lifting de la crueldad en su rostro, rompió los moldes de las grandes en blanco y negro. Blanca carne, pelo negro, con lengua color de faca, trescientas heridas le hizo desde el pecho a la garganta al director y, de paso, le recordó al castrado capataz de su patio porqué es la dueña. Al primero le dejó claro, además, porqué todos sus altos vuelos nunca le harán un noble. Pero, finalmente, esta mujer le perdonó, como hizo en su día con su capataz, la vida en el último minuto. Tal y como acostumbra con aquellos varones a los que reduce al coro de las voces agudas.
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El aristócrata se puso el ánimo de las ocasiones solemnes y no hizo uso de sus acostumbrados monólogos humorísticos, lo que recordó más al director su baja condición por muchas aeronaves a las que se subiese. Y así acabó el día.
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El segundo día se amaneció en el animalario con la intervención de la señora con nombre de lata de sardinas. Nada que reseñar, salvo que no se aclara con si el sí es sí o si el sí es no o ni sí ni no o ni no ni sí.
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Y llegó el escudero con chapela del director. Tanta fue su necesidad de hacerse perdonar su pasado desleal que mostró la más inquebrantable adhesión a los principios fundamentales del director. Y lo hizo tan alto que el Yayo Moncho, tirando del botiquín que le acompaña, le ofreció una cafinitrina.
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Tras esto, segunda vuelta para que los actores saludaran al público. El director a su despacho y el Yayo Moncho cantando por los pasillos.
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El fiero Pedro en el banco,
en la tercera el PC,
y en todo el pleno el PP,
tuvieron de verme espanto.
Vox servido y Patria honrada,
con la moción he bramado
y una estocada le he dado
a esta tropa acobardada.