En las últimas semanas, se ha venido a discutir mucho sobre la «posible utilidad» que los inmigrantes podrían tener en el mercado de trabajo. Hay quienes insisten demasiado en que quienes proceden de países no occidentales o mucho más tercermundistas que España suelen ser quienes «se encargan de la limpieza y los cuidados». En concreto, puestos de trabajo relacionados con el cuidado de los mayores, la limpieza del hogar, el mantenimiento de los jardines, los servicios de hostelería y el reparto de paquetes de mensajería y los encargos de comida a domicilio. De hecho, algunas grandes corporaciones empresariales se habrían metido utilitariamente en el debate.
Lo que se ha enunciado no es una falacia, especialmente en grandes urbes. En Madrid, a modo de ejemplo, es muy habitual encontrarse, prestando estos servicios de baja cualificación académica (pero igualmente respetables y dignos, más allá de la necesidad natural de la división del trabajo) a gente de primera o ulterior generación que procede de países como Nicaragua, Vietnam, Perú, Ecuador y Cuba (rara vez se habla de países como Reino Unido, Noruega, Finlandia y Liechtenstein, pese a que el clima español pueda ser más atractivo, como se puede ver en la Costa del Sol).
No todos estos trabajos están necesariamente dentro del «mercado legal», ya que, en algunos casos, algunos de estos inmigrantes no tienen papeles. Es cierto que hay quienes prefieren aprovecharse de irregularidades, de triquiñuelas globales o de la benevolencia del Estado hacia el foráneo precario con la idea de tratarlo como mercancía electoral, como rehén de causa. Pero también es cierto que, desde hace décadas, tanto en urbes como en entornos rurales, no pocos españoles han optado por aprovecharse de los subsidios de desempleo y las rentas mínimas (en municipios no tan grandes, esto ha sido clave para el clientelismo socialista y electoralista).
No se puede negar tampoco que pueda haber empresarios con mala fe o aprovechamiento tentativo en pro de la «mano de obra barata» (igual que hay empresas que pagan menos a los españoles por hacer lo mismo), pero tampoco se puede negar que el Estado desincentiva el esfuerzo y ahoga a los emprendedores, tratando a estos inmigrantes como rehenes (y sí, del mismo modo que el subsidio implica aprovechamiento de quienes trabajan, el exceso de ayudas en medicinas, alimentación y vivienda hacia los foráneos supone una humillación a quienes cotizan y pagan impuestos).
Pero las reacciones en el plano económico no han de basarse ni en el exabrupto buenista sino en la distorsión descontrolada de la interpretación de la realidad. Se puede y se debe de hacer más de una reivindicación sin que se colisione contra las aspiraciones de una identidad española duradera y de una buena estabilidad financiera y económica (unida a seguridad urbana), evitando igualmente negar que la inmigración siempre ha existido (otra cosa es como deba de hacerse).
Lo que los empresarios deben de reivindicar es una eliminación de las distintas trabas económicas que distorsionan el mercado de trabajo a efectos de desempleo juvenil y precariedad salarial. Se debe de poner fin a golosos subsidios que desincentivan el trabajo, pero también eliminar trabas a la contratación y el despido, así como reducir o derogar varios tipos impositivos que hacen que el salario neto sea cada vez más pírrico y que la inflación de causas monetario-expansionistas sea mucho más notoria. Y sí, ya de paso, reduzcamos deuda y trabas al emprendimiento. Así se contribuirá a que uno pueda recibir más dinero cada mes, con amplios márgenes de consumo, inversión y ahorro, de modo que necesidades como la vivienda, la ropa, el transporte y la alimentación le resulten más asequibles.
Esta reducción del Estado supondrá un desmantelamiento del Bienestar del Estado, que no viene a ser el fin de la estabilidad o de panaceas cualesquiera. La suplantación del principio de subsidiariedad (frente a la caridad y la solidaridad voluntaria puntual) y el monopolio a efectos prácticos de la prestación de servicios de asistencia sanitaria y educativa (vulnerando la libertad de elección) han facilitado el clientelismo político, la puesta en práctica del cientificismo y otros experimentos ideológicos así como la consolidación del «efecto llamada» hacia algunos extranjeros (y de la destrucción del espíritu del esfuerzo, más allá de que se prefiera ser funcionario en vez de emprendedor).
Está claro que no todo es economía. No puede haber legislaciones que desprotejan a los propietarios y a los inocentes viandantes en general. Más allá de respetar la defensa propia, hay que dejar la progresiva benevolencia hacia el okupa y el delincuente. Las leyes penales han de ser más sensibles con las víctimas y hay que valorar mecanismos como la cadena perpetua para asesinos, violadores, pederastas y terroristas (la reinserción social no puede ser la excusa buenista de esos mismos «progres» que, por otro lado, ruegan por la muerte mínimamente civil y a efectos de honra de quienes cuestionan sus postulados).
Luego, evidentemente, hay que controlar mejor nuestras fronteras aéreas, terrestres y marítimas, con los medios policiales y militares que sean necesarios. Pero hay que regular muy bien quiénes entran y con qué propósito. El tratado de Schengen ha fracasado y conviene controlar mejor los propósitos de entrada: turismo, estudios, necesidades sanitarias o trabajo, aparte de asegurar un respeto no solo a las leyes en el enfoque más positivista, sino a la cultura del país de acogida, con discernimiento entre la esfera pública y privada (en el caso del islamismo esto es importante, porque se trasciende la idea «religiosa», habiendo implicaciones políticas).
En ciudades de cultura islámica como Dubai y Abu Dhabi se tiene un control más riguroso sobre la entrada de personas, sin renunciar a la idea de consolidación de motores económicos, con amplia libertad de comercio, ahorro e inversión. Además, hay un ambiente cosmopolita que contrasta con los fallidos «experimentos multiculturales» de Europa Occidental (de hecho, esas ciudades emiratíes están occidentalizándose y vienen a ser más seguras que urbes como Estocolmo y París). De hecho, es curioso que ni siquiera Catar (menos occidental en lo geopolítico) renuncie a un control migratorio y a la apertura descontrolada de puertas.
Conviene afirmar el caso emiratí con la misma justicia que implica reconocer que, en países como España, la población hispanoamericana (sobre la que se discute ocasionalmente), con ciertos nexos culturales y espirituales, tiende a adaptarse en no pocos casos con facilidad y a estar ampliamente integrada en distintos estratos y posicionamientos sociales. Junto a los asiáticos de países como China, se trata de uno de los grupos ajenos al eje occidental y atlantista con menos tendencia a causar problemas.
Igualmente, nosotros, como sociedad, debemos de seguir el ejemplo de centroeuropeos como los polacos y perder los complejos a defender nuestros principios cristianos, nuestra fe y nuestra identidad nacional. Cualquier apostasía de lo propio o apuesta por el relativismo tenderá a abrir agujeros que, evidentemente, otros rellenarán. Ergo, hay que reafirmarse, pero también reivindicar una sociedad más fértil, lo cual requiere cambios de política y de mentalidad (dejando de lado la «sobrehumanización con reemplazo» de los animales y el amor volátil altamente promiscuo, dotando también, de mayor valor, a la vida humana, desde la fecundación hasta la muerte natural).
De hecho, un control adecuado de la inmigración puede contribuir a prevenir la proliferación de una guetificación migratoria que desemboca en problemas de seguridad e integración y en una mayor opresión sobre la ya de por sí escasa oferta inmobiliaria. Falta mucho suelo y hay muchas trabas para ofrecer precios competitivos de alquiler, con un stock decente, espontáneamente ordenado. Pero también uno procura vivir en los sitios más seguros dentro de sus posibilidades económicas y sus circunstancias (la clase política vive bastante aislada de la realidad).
Así pues, no confundamos la inmigración con la invasión así como tampoco la invasión con un fenómeno natural. Lo que se requiere es un control migratorio así como un cambio de rumbo político que deje de restar dignidad al migrante, ya que el buenista no le defiende, sino que lo trata como un utensilio económico o como un rehén de causa. Reafirmación, seguridad, prudencia y sentido común, y reconsideración de la necesidad de una sociedad más fértil y floreciente.