Desde hacía dos milenios veníamos aceptando que el ser humano padece desde el origen una ruptura interior. Es capaz de conocer, amar y elegir el bien, pero a su vez es fuertemente atraído por el mal. La excelencia de la vida humana consistía en librar con tesón esa batalla en el campo donde verdaderamente obra la libertad: el santuario interior de cada persona.
Pero hace también cerca de dos milenios que otra doctrina reivindica justo lo contrario: la inocencia original del hombre. La maldad sólo se explicaría por la incidencia de agentes externos: la sociedad, la pobreza, “el sistema” o el entorno. Son muchas las formas en que esta visión se ha concretado. El gnosticismo que intentó infiltrarse en la Iglesia cristiana desde los comienzos decía ofrecer para sus iniciados un conocimiento directo y perfecto de Dios, sin necesidad de redención ni penitencia alguna. El maniqueísmo proclamó intrínsecas la bondad del espíritu humano y la maldad del mundo material como criaturas de dioses contradictorios. La Ilustración Francesa partiendo de la razón y a través del racionalismo acabó en la irracionalidad, y aquellos optimistas antropológicos exterminaron en la Vendée a ciento veinte mil compatriotas por amor al Género Humano. El comunismo, el fascismo y el nazismo, hijos legítimos del ateísmo ilustrado, han hecho coincidir en el siglo XX el mayor alejamiento del hombre respecto a Dios con la más apabullante y metódica manifestación del Mal que nunca haya acontecido en el corazón de los hombres.
La consecuencia de pensar que el hombre es bueno por naturaleza nos ha traído una sociedad de adolescentes perpetuos. A los niños se les roba la infancia mostrándoles muy pronto lo más oscuro de los adultos, y se les convierte en adolescentes prematuros. A su vez la adolescencia, de suyo transitoria, se establece como definitiva al consolidar un modo de ver la vida en el que el sujeto nunca es culpable de nada. Oímos de continuo: “no me arrepiento de nada” o “tengo la conciencia tranquila”. Como si la conciencia no pudiera estar negra como el betún y tragar con las mayores iniquidades.
El ámbito en el que este pernicioso buenismo se ha instalado de modo más destructivo es el sistema educativo. Demasiados teóricos de la educación, en vez de apelar a la voluntad del educando, consideran su psicología como un sistema más o menos previsible de causas y efectos. Pretenden educar a la persona como quien cuida una flor: buscan saber cuándo conviene regarla, cuándo exponerla al sol, cuándo protegerla y cuándo aplicarle abono. La flor, cuya existencia está sometida a la férrea ley natural, responderá al tratamiento de modo bastante inexorable. Pero la persona no. Porque el niño en lugar de una flor es un ser llamado a la libertad, que puede decidir si crece o no después de ser regado. Cuando no se trata a la persona como un ser dotado de voluntad, sino como una miscelánea de efectos derivados de causas conocidas o cognoscibles, lo que se hace es entronizar al peor de los tiranos: el tirano interior. Y ese tirano impedirá a la persona elegir el bien que conoce y ama, bien sea aceptar el sacrificio para un buen aprovechamiento de los estudios, construir un matrimonio sólido y duradero, señorear su capacidad de procreación, o no depender de los psicotrópicos en la búsqueda de la felicidad.
En éstas estamos. Que nadie se duerma en los laureles.