En vísperas de la Semana por la Vida y la celebración en todo el mundo, el 25 de marzo, del día internacional del niño no nacido, abramos un poco la mente para que se nos oxigene no vaya a ser que con tanto aborto acabemos intoxicados y obsesionados. Vaya por delante que el aborto es una burrada y mucho más cuando el poder político lo tolera o alienta. Vaya por delante que me parece genial la celebración de una Semana por la Vida; que me parecen pocas todas las campañas que hace la Conferencia Episcopal por el derecho a la vida; que siempre he creído que la cuestión del aborto marca un frente de batalla en el que no caben componendas. Pero lo que no me parece es que de tanto hablar del aborto acabemos por reducir, por ejemplo, la esencia del político católico, en el puro antiabortismo. Como si con ser antiabortista ya se hubieran cumplido de sobra todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Como si la mera oposición -y aún más bien tibia- al asesinato de los inocentes le diera a uno el derecho a lucir en el pecho cualquier medalla pontificia. No solo de aborto mata el hombre. Existen, señores políticos de la derecha, muchas otras varas de medir su presunto catolicismo además de esta exigencia mínima de humanidad que es la defensa del derecho a la vida. Lo que dudo es que consientan Vds. en someterse a ellas. El derecho a la vida de los inocentes desde la concepción hasta la muerte natural es un principio de pura humanidad y el hecho de que nos hallamos quedado los católicos prácticamente solos en su defensa no lo convierte ni en teología ni en catequesis. El aborto es un límite que al ser sobrepasado mina los fundamentos de la misma convivencia. Pero además del aborto, antes que el aborto, ¿no habrá otra forma de notar que un político es católico? ¿no sería un buen indicio para ello saber si, por ejemplo, se alegra sinceramente y entiende la necesidad de la próxima consagración de Navarra al Corazón de Jesús?