En los últimos tiempos las elecciones están resultando más reñidas y discutidas que nunca. Bush y Gore. Zapatero y Rajoy. Prodi y Berlusconi. Calderón y López Obrador. Y también sucede en gobiernos regionales, ayuntamientos varios y hasta clubes de fútbol. La culpa la tiene la profesionalización de los políticos. Está pasando lo mismo que en el deporte. Los deportistas de élite llegan a perfeccionar tanto su destreza que la convierten en un oficio. Asesorados por los mismos médicos comen parecido, se entrenan de forma similar y utilizan un equipo casi idéntico. El resultado es lógico: cada vez están todos más igualados. Ya no hay goleadas en el fútbol como las que disfrutábamos en el patio del colegio. Ya no hay sorpresas. Ya no hay diferencias. Ya no hay emoción. Ya no hay variedad. Ya no hay gusto. Las carreras se miden por centésimas y con análisis de orina; las elecciones voto por voto. Los programas electorales se distinguen con lupa. La diferencia es que mientras en el deporte la equiparación se hace por lo alto en la política es por lo bajo. Los deportistas se crecen, se superan. Los políticos se recortan, se adocenan. Antonio Martín ha escrito recientemente en Epoca Navarra: que Sanz y Puras van a encontrarse en la lucha por el centro. Y lo mismo que se encuentran luchando a lo mejor se encuentran pactando, al estilo alemán del gobierno Merkel. ¿Sería preferible eso que un tripartito nazional-socialista? Seguramente sí a corto plazo, pero no tanto mirando un poco más allá. Un gobierno de concentración formado por políticos profesionales igualmente tibios sería como volver a la época del despotismo ilustrado. La diferencia es que mientras Luis XIV decía el Estado soy yo, los políticos concentrados se atreverían a más para proclamar: el Estado, y también la Sociedad, somos nosotros. Jerónimo Erro