Y para concluir el año y esta semana de apología monárquica qué mejor que promocionar uno de esos simpáticos actos paranavideños que, junto con las entrañables cabalgatas, mejor representan el anhelo popular de tener un rey justo, cabeza de un próspero reino, adalid de un gobierno pacífico. El próximo 15 de enero el niño Iñigo Elizalde será coronado Rey de la Faba en Artajona. Esta tradición remozada en el siglo XX, que hunde sus raíces en la corte medieval de los Teobaldos tiene más miga, para el que sabe leer esta clase de gestos, que el roscón infantil que se zamparon hace unos días los chavales artajoneses. La ceremonia de coronación reproduce con detalle las que consagraban a lo largo de varios siglos a los reyes de Pamplona. El rey era proclamado sobre el pavés, sí, pero solo después de haberle sido marcado con nitidez un límite superior: el de la Ley de Dios, y otro inferior: la ley foral. Vacuna contra la tiranía. Además hay que tener en cuenta que el protagonista de cada una de estas ceremonias itinerantes que organiza la peña Muthiko Alaiak es un niño elegido por sorteo. Nada de campañas electorales. Ni promesas, ni programas. La hermana suerte, cuando se juega entre hombres -o niños- libres e iguales, es la mejor garantía de una democracia pura y dura. Es la suerte, o la providencia, la única instancia que puede encumbrar a alguien para convertirlo en cabeza de todos; aunque solo sea por un día; aunque solo sea de mentirijillas.