No se si habrá en Navarra más rotondas que en cualquier otro lugar del Planeta. Lo que indudablemente tenemos por aquí es la sensación de ser con las glorietas como Suecia con sus lagos, o como Filipinas con sus islas. Las sufrimos con nuestro "monoplaza" cuando perdemos por su culpa, o por no haber aprendido la lección en la autoescuela, algunas décimas de segundo en el trayecto. Y a veces sudamos cuando rodamos por el asiento de atrás buscando donde asirnos. Nos gusta hablar de las rotondas. Pero lo que más nos gusta es circunnavegarlas mirándolas de reojo en todo su esplendor ajardinado, como haríamos con un atolón del pafícico con su playita y sus palmeritas y su naufraguito y sus bellas isleñas danzantes. Una rotonda nos parece, aunque esté llena de aspersores, un refugio natural, una reserva de la biosfera, un territorio virgen. No me extraña que haya quien plante marihuana en su tierra húmeda. O quien improvise una cena romántica en alguna de las más frondosas. Porque estando en medio del asfalto más artificial y asediadas a todas horas por motores inhumanos permanecen siempre a salvo de cualquier invasión. Se mira pero no se toca. ¿Quién va a meterse dentro de una isleta si no es uno de esos amantes de las carreteras rectas que dejan dos surcos de frenada porque no se han enterado de las últimas mejoras en la vía?
Jerónimo Erro